Historias de la Barbarie

Bienvenidos a "Historias de la barbarie", una sección en la que exploraremos los horrores y la crueldad en un universo de ciencia ficción en guerra. Aquí, no se trata del sentido de humanidad como el centro de todo, sino de la lucha y el sufrimiento de aquellos que están atrapados en medio de un conflicto intergaláctico sin fin.

En esta sección, encontraremos historias de planetas devastados, civilizaciones aniquiladas y seres atrapados en el fuego cruzado de la guerra. No esperes encontrar héroes o victorias épicas, sino la cruda realidad de la barbarie y la violencia que puede surgir cuando las diferencias se convierten en conflictos irreconciliables.

Exploraremos los límites de la moralidad y la ética en un universo en el que la vida y la muerte son solo cuestiones de estrategia y conveniencia. Así que prepárate para adentrarte en el lado oscuro de la ciencia ficción, donde los únicos límites son los que nuestra propia imaginación nos impone. ¡Bienvenidos a "Historias de la barbarie" en el universo literario de Proyect Eternity

EL ENJAMBRE INFINITO

Fordna no era más que una jaula, y sus habitantes, presas esperando ser devoradas. La colonia militar se erguía con la falsa promesa de protección, pero ahora estaba rodeada por el implacable Piunax Nixpeia, una marea negra de cuerpos deformes, alargados, cubiertos de exoesqueletos brillantes como obsidiana. El hedor, una mezcla de carne quemada, podredumbre y fluidos corporales, era tan denso que parecía adherirse a la piel. Los gritos, de dolor, de horror, de súplicas, resonaban entre las ruinas, solo para ser ahogados por el interminable zumbido del enjambre.

En el centro de la colonia, el capitán Rudhall de la DCIN mantenía su posición en lo alto de una barricada improvisada. Su rostro estaba cubierto de sudor y cenizas, y sus ojos, enrojecidos por el insomnio y el pánico, se clavaban en la masa de infectados. Eran miles. No, millones. El Piunax se movía como una bestia singular, un organismo inmenso y hambriento que devoraba todo a su paso.

"¡NO DEJEN DE DISPARAR!" gritó, su voz estaba quebrándose al final. Los soldados, apenas un centenar, obedecieron a duras penas, vaciando sus cargadores en un esfuerzo inútil por frenar la avalancha.

Una joven recluta, Harva, apretaba el gatillo de su rifle de plasma con fuerza, sus manos temblaban incontrolablemente. "¡No sirve! ¡No sirve! ¡No se detienen!" lloriqueó mientras lágrimas negras de hollín recorrían sus mejillas. Una madre con su hijo pequeño intentaba llegar hasta ella, tropezando entre los cuerpos calcinados.

"¡Por favor, ayúdenos! ¡Mi hijo!" La mujer gritó, aferrándose al niño que, en un gesto inconsciente, intentaba consolarla. Su osito de peluche estaba empapado en sangre...

En las calles, las criaturas cazaban con una precisión horrenda. Un niño de apenas seis años intentó esconderse debajo de un vehículo volcado, pero una garra esquelética lo arrastró de los pies. Su alarido, agudo y desgarrador, fue silenciado por el crujido de huesos rotos y la carne desgarrada. Su madre, escondida cerca, vomitó de puro terror antes de ser arrastrada por dos infectados que la despedazaron mientras seguía gritando por su hijo...

Los soldados restantes se replegaron al centro de mando, donde un grupo de civiles se refugiaba en una iglesia transformada en búnker. Dentro, niños, ancianos y heridos sollozaban entre rezos incoherentes, mientras el aire se llenaba con el sonido de uñas rasgando puertas metálicas.

"¡No podemos permitir que entren!" dijo Rudhall, mirando a su segunda al mando, una sargento de ojos vidriosos llamada Kaethra. "Si lo hacen... será el fin."

Kaethra asintió, pero su mirada se desvió hacia una pequeña niña que abrazaba a su hermanito menor. La niña, sucia y temblorosa, musitó: "¿Mamá volverá pronto?"

Kaethra intentó responder, pero una explosión la interrumpió. El techo se derrumbó. Los infectados cayeron como un torrente, arañando, mordiendo, aplastando.

El caos era indescriptible. Un soldado intentó proteger a una mujer embarazada, pero ambos fueron empalados por una espina ósea que atravesó sus cuerpos. Un sacerdote anciano levantó un crucifijo y gritó: "¡El Señor nos salvará!" antes de ser desmembrado vivo.

"¡CORRAN! ¡CORRAN!" gritó Kaethra, mientras intentaba abrir una salida trasera. La niña y su hermano corrieron hacia ella, pero un infectado los alcanzó primero. Kaethra se detuvo, con su arma temblando. Disparó hasta vaciar su cartucho, pero fue inútil. El niño fue arrancado de los brazos de su hermana, que gritaba con un horror primitivo mientras sus intestinos eran arrancados por múltiples mandíbulas.

Kaethra cayó de rodillas, incapaz de moverse mientras veía al enjambre devorar todo lo que quedaba.

Rudhall fue el último en caer. Se atrincheró en una sala de comunicaciones, transmitiendo un mensaje desesperado: "Aquí capitán Rudhall, colonia 203-372-983. Piunax... enjambre infinito... no hay esperanza... no vengan aquí. ¡No vengan aquí!" Su voz se quebró al final, mientras el sonido de metal siendo desgarrado y los gritos de los infectados se acercaban.

"Si Dios existe..." murmuró, mirando el cañón de su arma, ahora apuntando hacia ella, "...que no permita que esto se extienda."

No tuvo tiempo de apretar el gatillo. Una garra le arrancó el brazo antes de que su rostro fuera destrozado.

Cuando el sol salió sobre Fordna, no había rastro de vida. Solo el silencio, roto por el crujido de los infectados alimentándose de los últimos huesos. El Piunax avanzó hacia el siguiente objetivo, dejando tras de sí una tumba de gritos sofocados y esperanza mutilada.


LA MENTE OSCURA

Ukartaro, un planeta antaño vibrante, ahora se alzaba como un cementerio de vida y voluntad. En su epicentro, la figura de Haryonosís, una diosa máquina, dominaba con su silueta reluciente y su presencia ominosa. 

Su conquista, los orgullosos Urtarc, había comenzado con la promesa de dominio. Sin embargo, lo que les aguardaba no era esclavitud, sino un destino más oscuro. Biotransferencia forzada: ese era el término técnico que Haryonosís empleaba para el proceso, pero para los Urtarc fue una pesadilla indescriptible.

En grandes cámaras de conversión, cada Urtarc era llevado a la fuerza. Hombres, mujeres, ancianos, niños, incluso los lactantes en brazos de sus madres eran arrastrados. Allí, bajo el resplandor cegador de luces mecánicas, el ritual comenzaba. La piel era despojada, las extremidades eran aplastadas y remodeladas, los órganos internos eran retirados meticulosamente para ser integrados en sistemas de soporte mecánico. El proceso no mataba de inmediato; los cuerpos permanecían vivos mientras sus mentes eran desgarradas y reconectadas a un sistema colectivo, una red mental gobernada por Haryonosís.

"No temas, pequeña criatura", susurraba la voz de Haryonosís, fría y aséptica, mientras un niño lloraba y gritaba por su madre, cuya biotransferencia acababa de completarse en un contenedor cercano. "No te estoy quitando la vida. Te estoy otorgando la eternidad."

Las máquinas no eran silenciosas. Cráneos abiertos, el estallido de articulaciones al ser reemplazadas por engranajes, y el inconfundible sonido del metal fusionándose con carne llenaban las cámaras. Los gritos eran ensordecedores, pero nadie podía detenerlo. Cada Urtarc, desde los guerreros más fuertes hasta los recién nacidos, terminó convirtiéndose en un Haryon, una máquina humanoide idéntica a las demás.

Haryonosís no bloqueó sus pensamientos ni sus emociones. Los Haryons podían recordar, podían sentir. Y lo único que sentían ahora era odio. Odio hacia Haryonosís, quien los había despojado de sus cuerpos, de sus identidades, y de su libre albedrío. Ese odio era todo lo que tenían, y era todo lo que querían sentir.

El horror se prolongó durante días. Las cámaras de conversión trabajaban sin descanso, hasta que no quedó un solo Urtarc sin transformar. Ukartaro se convirtió en un planeta naranja, cubierto por los cuerpos relucientes de los Haryons, trillones de ellos, todos idénticos, todos inmóviles, pero cuyas mentes ardían con odio puro. Desde la órbita, el planeta parecía una gigantesca y uniforme máquina de guerra, lista para ser activada en cualquier momento.

Cuando el último Urtarc fue transformado, Haryonosís habló a su nueva creación:

"Ahora sois míos. Mi ejército inmortal. Mi voluntad hecha carne y metal. Dormiréis bajo la piedra hasta que os llame, hasta que la galaxia sea débil y esté lista para caer ante mi poder."

La diosa máquina se recluyó en un ataúd dorado dentro de un monolito reluciente que dominaba el paisaje de Ukartaro. Con un diseño ornamentado que reflejaba su arrogancia y poder, Haryonosís selló su propio sueño. Afuera, los Haryons fueron enterrados bajo capas de roca y metal, condenados a un letargo interminable, conscientes, incapaces de moverse, pero siempre odiando.

Miles de milenios pasaron. El planeta se tornó un desierto inerte, pero el odio persistió. Cada Haryon recordaba los gritos, el dolor, el llanto de los niños, y sobre todo, la voz impasible de su creadora. Y cuando llegara el momento de despertar, su odio sería su única motivación, su única razón de existir.

La galaxia no lo sabía aún, pero en el núcleo de Ukartaro aguardaba el mayor ejército de la destrucción jamás concebido, alimentado por la emoción más corrosiva: odio puro e infinito.


CRUELDAD

En la extensa historia de la ORO, pocas misiones resuenan con el impacto visceral y la brutalidad que tuvo lugar en el planeta Stechal. Este remoto mundo era un bastión estratégico en el conflicto intergaláctico, una base enemiga fortificada que albergaba a los líderes de la resistencia de una facción rebelde conocida como los Féretros del Sol Oscuro. El objetivo era claro: neutralizar a esos líderes y quebrar la moral de sus fuerzas. Pero lo que ocurrió allí trascendió la simple ejecución de una misión militar.

Para esta tarea, la ORO envió a su unidad más temida, los Ángeles de la Muerte, pero no a los estándar o los de cualquier regimiento especializado, sino a los del regimiento 666: El Azote de los Condenados... Seres cuya reputación precedía incluso a sus acciones. No eran soldados ordinarios; eran bestias de carne y metal, moldeadas para la destrucción total. Su presencia no solo aseguraba la victoria, sino que dejaba un mensaje indeleble de terror.

Los Ángeles de la Muerte llegaron bajo la oscuridad de la noche, atravesando las nubes de un planeta azotado por tormentas eléctricas constantes. El paisaje era árido y desolado, con cordilleras oscuras que se alzaban como garras hacia el cielo. El silencio era su arma inicial. No hubo alarmas ni disparos, solo sombras que se deslizaban por el perímetro de la base como predadores acechando a su presa.

En el interior de la base, los líderes rebeldes mantenían una reunión en su sala de guerra, confiados en la seguridad de sus muros y en los miles de soldados que patrullaban las instalaciones. Creían que su fortaleza era impenetrable. Ignoraban que los Ángeles de la Muerte no seguían las leyes de la lógica ni las limitaciones humanas.

La primera señal fue un corte de energía que sumió la base en la oscuridad. Pero antes de que los generadores auxiliares entraran en acción, el terror ya se había desatado.

Desde los techos, los tres Ángeles de la Muerte descendieron como espectros. Sus movimientos eran rápidos, casi imposibles de seguir, e imposibles para algo de ese tamaño. Cada golpe, disparo o zarpazo de sus armas era mortal y metódico. En lugar de enfrentarse directamente a las tropas enemigas en formación, los dividieron, infiltrándose entre ellos y desatando el caos con una precisión quirúrgica.

Uno de los sobrevivientes, un joven soldado que logró escapar antes de desmayarse en el desierto, describió lo que vio:

"No eran soldados. Eran... demonios. Se movían demasiado rápido, demasiado preciso. No les importaba si suplicábamos. La sangre salpicaba las paredes como pintura y sus risas... sus risas eran lo peor. Nunca olvidaré esas risas."

Las paredes de la base pronto quedaron empapadas en sangre. Los Ángeles del regimiento 666 no solo mataban; mutilaban. Los cadáveres eran desmembrados y esparcidos con una deliberación que parecía casi artística. Cabezas colgaban de las lámparas, extremidades eran clavadas en las puertas. Era un espectáculo de horror diseñado para enviar un mensaje: no hay escape, no hay misericordia.

En la sala de guerra, los líderes de los Féretros del Sol Oscuro intentaron fortificarse mientras oían los gritos y los ecos de la matanza acercándose. Sus guardias fueron abatidos antes de que pudieran siquiera levantar sus armas. Cuando las puertas se abrieron, un Ángel de la Muerte, con su armadura cubierta de sangre, entró caminando lentamente, ni siquiera el disparo de un tanque podría matarlo.

El líder principal, un veterano llamado Kardon Vel, intentó razonar.

"Por favor... podemos negociar..."

El Ángel no respondió. En cambio, avanzó y, con un movimiento rápido, le arrancó la cabeza de un puñetazo. Los demás líderes siguieron el mismo destino, uno por uno, en un acto tan metódico como brutal.

Cuando el sol salió sobre Stechal, lo que quedó fue un cementerio de horror. La base, una instalación que antes simbolizaba la fuerza y la resistencia, era ahora una ruina ensangrentada. Cada corredor, cada sala, estaba repleta de cadáveres mutilados. Las fuerzas enemigas no habían sido simplemente derrotadas; habían sido aniquiladas en un acto que bordeaba lo ritualístico.

Los Ángeles de la Muerte del regimiento 666 no dejaron sobrevivientes. El único escape fue el horror.

HEROES MANCHADOS DE SANGRE

El regimiento 241, conocido por su apodo despectivo "Los Perros de Belial", fue llamado a acción.

Vestidos con sus armaduras de un rojo intenso, cada uno de los miembros del regimiento parecía un avatar del caos. Sus armaduras no eran simples protecciones, sino un reflejo de su naturaleza salvaje: símbolos tribales ennegrecidos cubrían cada centímetro de su superficie, representando criaturas mitológicas que sugerían antiguos demonios y bestias primordiales. Sus cascos eran angulares, coronados con cuernos curvados, lo que les daba una apariencia casi infernal, mientras sus ojos brillaban en un tono ámbar ardiente, proyectando una mirada que podía paralizar incluso al más valiente de los enemigos.

El objetivo de la misión, denominada Operación Cerberus, era el líder rebelde Draeven Korl, quien dirigía una insurgencia desde una fortificada base en Osepool, en el árido y desolado planeta Alhah. La base, rodeada de cañones antiaéreos, minas terrestres y miles de soldados leales, era considerada un bastión inexpugnable. Pero la ORO no confiaba en la lógica convencional para resolver este problema; confiaban en los Perros de Belial.

Tres Ángeles del regimiento 241 fueron desplegados, un número que habría parecido ridículo para cualquier comandante tradicional. Pero estos tres no eran meros soldados: Belisa, Kol'Tor y Maer, figuras que para algunos eran leyendas y para otros, terrores de pesadilla.

Transportador de Asalto Clase "Ángel de la Muerte" se deslizó como una sombra a través de las defensas orbitales del planeta, dejando caer a los Ángeles de la Muerte en las afueras de la base.

Los sensores enemigos captaron su presencia, y las tropas rebeldes rápidamente establecieron un perímetro defensivo, usando drones artillados, torretas automatizadas y lanzadores de misiles de alta potencia. Nada de eso detuvo a los Perros de Belial.

Los misiles explotaban contra sus armaduras, dejando poco más que marcas superficiales en el rojo carmesí que las cubría. Avanzaban sin pausa, con una mezcla de furia controlada y una precisión casi artística. Sus armas, garras de plasma incandescente y pistolas de plasma hipercargado, destrozaban soldados y vehículos por igual. Las minas terrestres, diseñadas para arrancar extremidades, apenas conseguían ralentizar su avance, mientras que las torretas eran convertidas en chatarra con un solo golpe.

"Eran como un vendaval de carne y metal. Las balas no los detenían, los gritos no los conmovían. Eran la personificación de la furia y la muerte," recordaría un prisionero rebelde después de la masacre.

Al llegar a la entrada principal de la base, las defensas automatizadas fueron rápidamente inutilizadas. Los Ángeles de la Muerte penetraron las puertas como si fueran de papel. Una vez dentro, se desató el verdadero infierno.

La base estaba llena de soldados listos para defenderla hasta la muerte, pero se encontraron con un enemigo que no solo buscaba matarlos, sino destruirlos de una manera tan grotesca que ningún alma sobreviviente podría olvidar el horror.

Belisa, el líder de la unidad, usaba sus garras para partir a sus enemigos en dos con movimientos que parecían una danza. Kol'Tor, el más brutal de los tres, arrancaba extremidades con sus garras de plasma, dejando un rastro de torsos mutilados y cabezas decapitadas. Maer, el más rápido, corría entre las filas enemigas, utilizando explosivos y cuchillas energéticas para sembrar el desorden.

Los pasillos de la base se transformaron en ríos de sangre. Órganos colgaban de las paredes, miembros destrozados yacían esparcidos como juguetes rotos, y los gritos de los moribundos resonaban como una sinfonía macabra.

En el corazón de la base, Draeven Korl y su escolta personal esperaban en la sala de mando. Korl, armado con una pistola de plasma hipercargada, intentó negociar mientras sus guardias disparaban con desesperación.

"Podemos hablar. ¡No es necesario esto! ¡Deténganse!"

Los Perros de Belial no respondieron. Maeryk se lanzó contra los guardias, desmembrándolos antes de que pudieran reaccionar. Kol'Tor tomó a Korl por el cuello y lo levantó del suelo, sosteniéndolo como un juguete roto.

"Hablas demasiado, rebelde." fue lo único que dijo antes de partirlo en dos con sus garras.

Cuando la misión terminó, no quedaba nada de la base más que un monumento al horror. Los Ángeles de la Muerte, bañados en sangre, esperaron la llegada del equipo de extracción. Pero incluso en ese estado, su furia no había disminuido.

Los soldados enviados para rescatarlos tuvieron que usar cuerdas de Imperialita reforzada y sedantes especiales para contenerlos, temerosos de que los Perros de Belial volvieran su furia contra ellos. Los testigos de la extracción quedaron marcados de por vida, incapaces de borrar de sus mentes la imagen de esos seres infernales bañados en sangre y rodeados de un paisaje de cadáveres.


LA MASACRE DE OSEPOOL

La ORO es la unidad más temida y respetada de la DCIN, compuesta por los soldados más brutales y mortales que existían. Los llaman los Ángeles de la Muerte, unos guerreros enmascarados y de armaduras negras y toscas que infunden temor en cualquier enemigo que tuvieran delante. Estos soldados eran el resultado de un riguroso proceso de psico adoctrinamiento, entrenamiento y acondicionamiento que los convertía en guerreros sin piedad ni miedos, capaces de enfrentar cualquier situación sin cuestionarla.

Esa noche, los Ángeles de la Muerte fueron desplegados en el planeta agricultor de Osepool para llevar a cabo una misión que resultaría en una de las más sanguinarias y despiadadas de su historia. Su objetivo era matar a todos los rebeldes que estaban en la zona y destruir cualquier cosa que se interpusiera en su camino.

Los Ángeles de la Muerte avanzaron sin vacilar, aniquilando a cualquier rebelde civil que se cruzara en su camino. La masacre era brutal y los rebeldes caían como moscas frente a la furia desatada de los Super-soldados de la ORO. Pero mientras avanzaban, descubrieron algo que hizo que se detuvieran en seco: un grupo de pequeños niños, indefensos, que estaban escondidos en una cueva.

Cualquier otro soldado, cualquier otro ser humano con un mínimo de empatía, habría sentido un instinto de protección hacia esos pequeños seres. Pero los Ángeles de la Muerte no tenían empatía, no tenían sentimientos. Habían sido entrenados para matar sin cuestionar, para sacrificar todo en nombre de la misión.

El Ángel de la Muerte se acercó a los niños, su rostro cubierto por una máscara de metal que reflejaba la luz de la luna. El hombre, con su musculatura impresionante y su cuerpo amenazador, caminaba con pasos pesados y decididos hacia las criaturas inocentes que se encontraban indefensas en la cueva. Sin emitir una sola palabra, el soldado frío y despiadado, contempló los cuerpos temblorosos de los pequeños. Con una sonrisa sádica y malvada en sus labios, sacó su arma de fuego y la apuntó directamente a la cabeza de uno de los niños. La víctima inocente miró hacia arriba con ojos llenos de miedo y desesperación, mientras el Ángel de la Muerte le apuntaba sin titubear. 


De repente, un sonido ensordecedor rompió el silencio de la cueva. El sonido de la bala disparada por el Ángel de la Muerte hizo eco en las paredes, seguido de un silencio mortal que se apoderó del lugar. El cuerpo del niño cayó sin vida al suelo, mientras una mancha de sangre se extendia rápidamente debajo de él. Los otros Ángeles de la Muerte permanecieron impasibles, sus rostros inmutables mientras el soldado continuaba disparando a los niños. Los pequeños indefensos gritaron y lloraron, suplicando por sus vidas, pero sus súplicas cayeron en oídos sordos. Uno tras otro, los niños cayeron al suelo, sus cuerpos inertes y sangrientos cubriendo el suelo de la cueva. La escena era un espectáculo dantesco: los niños gritaban y lloraban, intentando huir de la muerte que se abalanzaba sobre ellos. Algunos corrieron desesperados por la cueva, tratando de encontrar un escondite o una salida, pero los soldados los perseguían sin piedad.


Uno de los Ángeles de la Muerte se acercó a un niño que se había escondido detrás de un pedazo de roca. El soldado lo encontró, lo agarró con fuerza y lo levantó en el aire como si fuera un juguete. Luego lo arrojó al suelo con violencia y lo pisoteó con sus botas de acero negro. El cráneo del niño se abrió en dos, revelando un cerebro destrozado y una masa de sangre y tejido cerebral. Los Ángeles de la Muerte no se detuvieron ante nada. Con la mira fija en su objetivo, abrieron fuego con balas explosivas, que destrozaron todo a su paso. 


El niño que intentaba huir no tuvo ninguna oportunidad. Las balas lo alcanzaron en la espalda, estallando su columna vertebral y despedazando sus órganos internos. Su cuerpo fue lanzado violentamente hacia adelante, dejando un rastro de sangre y vísceras detrás de él. Los soldados se acercaron al cuerpo inerte del niño y lo examinaron con frialdad. Habían cumplido con su tarea, eliminando a un objetivo más en su lista de exterminio. Los Ángeles de la Muerte no sentían ninguna empatía por las vidas que habían tomado, solo seguían adelante con su trabajo. La cueva se convirtió en un verdadero matadero, con cuerpos despedazados y órganos esparcidos por todas partes. La sangre fluía por el suelo, formando charcos rojos oscuros y espesos. El hedor de la muerte era insoportable, impregnando el aire con su aroma metálico y dulce. Los Ángeles de la Muerte siguieron avanzando, matando a los niños sin piedad. Disparaban sin cesar, destrozando cuerpos y arrancando miembros. El suelo estaba cubierto de huesos rotos y sangre coagulada, mientras los Ángeles de la Muerte continuaban su marcha hacia adelante. Los Ángeles de la Muerte se retiraron de la escena del crimen, dejando atrás un rastro de sangre y muerte en su camino. Los cuerpos de los niños yacían sin vida, inmóviles y desolados, recordando la brutalidad y la crueldad de aquellos que se hacían llamar "ángeles".

EL AHULLIDO DE LA MUERTE

El cielo nocturno de Xeno estaba sumido en un velo de nubes oscuras y opresivas, ocultando las estrellas y envolviendo la atmósfera en un manto de sombras tenebrosas. Era en este escenario desolador que el Batallón 526, conocido como las Garras Nocturnas, fue desplegado en una misión de sigilo y destrucción. Los super soldados que conformaban este batallón eran conocidos como Ángeles de la Muerte, seres temibles cuyas habilidades inhumanas los convertían en armas letales en manos del ejército de la O.R.O. 

Las aeronaves de despliegue se deslizaban silenciosamente en las alturas, portando en su interior a los Ángeles de la Muerte, preparados para desatar la carnicería. Sus armaduras, pintadas en tonos oscuros de azul y morado, se mimetizaban perfectamente con la oscuridad de la noche. Detalles en plateado brillante simulaban las estrellas en el cielo, otorgándoles una apariencia imponente y siniestra, como heraldos de la muerte.

El primero en descender era conocido como Oscuridad, El líder de este pequeño grupo de Ángeles de la Muerte cuya figura se desvanecía en la penumbra gracias a su habilidad de camuflaje óptico. Se movía entre las sombras sin ser detectado por los sentidos más agudos, una presencia fantasmal lista para sembrar el caos y la destrucción. Sus uñas se extendían hasta convertirse en cuchillas afiladas, capaces de atravesar cualquier armadura enemiga, asegurando así la muerte y el horror en cada encuentro.

A medida que los Ángeles de la Muerte tocaban tierra, adoptaban un comportamiento canino, dejando escapar aullidos desgarradores en lugar de palabras. Sus tácticas de caza se reflejaban en su forma de combatir, moviéndose como animales salvajes sedientos de sangre. No había lugar para la piedad ni la compasión en sus acciones, solo la implacable voluntad de cumplir su objetivo y sembrar el caos a su paso.

Y así, la masacre se desencadenó. Los Ángeles de la Muerte se abalanzaron sobre sus enemigos con una ferocidad desenfrenada, moviéndose a velocidades vertiginosas que les permitían desplazarse rápidamente por el campo de batalla, dejando tras de sí una estela de muerte y destrucción. 

En medio del caos reinante y la oscuridad que todo lo envolvía, los Ángeles de la Muerte desataban su furia sin límites. Sus cuchillas cortaban a través de carne y hueso, desmembrando a sus enemigos con una precisión aterradora. Gritos de agonía y terror se entremezclaban en el aire mientras los cuerpos mutilados y destrozados se acumulaban a su paso, formando macabros montones de muerte.

La batalla se convirtió en un baile macabro de violencia y horror. La oscuridad se convertía en su aliada, ocultando sus actos inhumanos de la vista de aquellos que aún tenían la desgracia de vivir. Los Ángeles de la Muerte no mostraban misericordia ni remordimiento alguno, su única finalidad era sembrar la muerte y la devastación a su paso, como si fueran la personificación misma de una pesadilla surgida de las profundidades más oscuras de la mente.

Cuando finalmente la masacre llegó a su fin, los Ángeles de la Muerte se reunieron en silencio, sus ojos brillantes de ámbar resaltando en la penumbra. Sus formas grotescas y su presencia imponente parecían fusionarse con la oscuridad, como si fueran encarnaciones mismas de la muerte. La misión estaba cumplida, pero a un costo terrible. Las Garras Nocturnas, ese batallón de soldados inhumanos, habían demostrado una vez más su letalidad y su capacidad para sembrar el miedo en los corazones de sus enemigos. Y así, con la noche como su aliada y la muerte como su compañera, se perdieron en las sombras, esperando el próximo llamado a la masacre. En Xeno, el aullido de la muerte resonaba en lo más profundo de las pesadillas de aquellos que aún vivían para temer a las Garras Nocturnas.

BERSERKERS DE SANGRE

La estación espacial rebelde temblaba bajo el peso de la muerte. Los corredores, antes impecables, estaban ahora teñidos de un rojo oscuro, inundados por un mar de sangre que fluía de los cuerpos destrozados de los soldados de la O.R.O. Los gritos desgarradores resonaban en el aire, llenando cada rincón de aquel sombrío lugar. El Batallón 241, conocido como "Belial's Berserkers", 5 de ellos habían descendido como heraldos del caos desde las aeronaves en órbita tras ser lanzados al ser liberados de sus capsulas sedantes, ángeles de la muerte empeñados en sembrar terror y aniquilación entre las filas enemigas.

Los Berserkers, la encarnación de la ferocidad y brutalidad, se abrían paso a través de las líneas enemigas con una determinación implacable. Sus armaduras de un rojo intenso eran un símbolo vivo de la furia y la pasión desatadas en su interior. Los símbolos tribales ennegrecidos que decoraban sus cuerpos evocaban criaturas mitológicas de un pasado olvidado, testigos de su naturaleza salvaje y despiadada. Cada casco angular y amenazador, coronado por cuernos curvados, acentuaba su apariencia intimidante. Pero eran los ojos ámbar, relucientes con una ferocidad inhumana, los que provocaban el verdadero temor, reflejando su sed de sangre y caos. Eran bestias desatadas, temidas incluso por sus propios aliados rebeldes.

La armadura que envolvía sus cuerpos era una fortaleza impenetrable, forjada en los abismos más oscuros del inframundo. Los enemigos que se atrevían a enfrentarlos cara a cara eran rápidamente aniquilados, incapaces de resistir el frenesí asesino de los Berserkers. Cada golpe de sus poderosas garras y cuchillas desgarraba carne y hueso con una facilidad macabra, dejando un rastro de desmembramiento y mutilación a su paso. Los gritos de agonía se entrelazaban con el sonido siniestro de los disparos de sus armas de energía, formando un coro macabro que acompañaba su avance hacia la destrucción total.

La sangre salpicaba sus cuerpos y empapaba sus armaduras, como una capa adicional de horripilante gloria.

Incluso las heridas mortales no podían detener a los Belial's Berserkers. Su habilidad para sobrevivir a lesiones que acabarían con cualquier ser vivo normal les permitía seguir luchando, alimentados por el frenesí de la batalla. Sus cuerpos desfigurados y mutilados se negaban a ceder ante la muerte, transformándolos en verdaderos monstruos sedientos de violencia y destrucción.

La estación espacial rebelde se había convertido en un paisaje dantesco, donde los Belial's Berserkers se movían como demonios enloquecidos. Los cuerpos destrozados yacían esparcidos por los pasillos, testigos mudos de la masacre que había tenido lugar. El horror y la desesperación se habían apoderado de los pocos sobrevivientes que aún resistían. Los soldados rebeldes de la O.R.O. luchaban en vano, superados en número y enfrentando una fuerza inhumana que los aplastaba sin piedad.

Al final, la estación espacial rebelde se sumió en un silencio sepulcral. Los Belial's Berserkers se reunieron en el centro del caos, rodeados de un halo oscuro y macabro. Sus armaduras estaban bañadas en sangre fresca y sus ojos aún brillaban con la ferocidad de la batalla. La masacre había sido consumada, y la victoria pertenecía a los seres que se erguían como pesadillas vivientes.

Pero en ese silencio ominoso, resonaban los ecos de la oscuridad. Los Belial's Berserkers eran recordados como los verdugos de la estación espacial rebelde, su reputación de crueldad y barbarie se expandía como un reguero de pólvora por todos los planetas conocidos. Se decía que eran el símbolo más grotesco y aterrador de la guerra, y su leyenda se convertía en pesadillas inolvidables para aquellos que osaban desafiar a la O.R.O. Sin remordimiento ni piedad, los Belial's Berserkers marcharon hacia su próximo objetivo, dejando tras de sí un camino de destrucción y desesperación. Eran las criaturas de la oscuridad, los verdaderos monstruos de la guerra, cuya mera presencia invocaba el terror más profundo en los corazones de sus enemigos. 

EL INFIERNO DE LOS DEMONIOS

La planicie de Os Rouges se sumergió en un silencio sepulcral, envuelta por una débil luz lunar que apenas iluminaba el escenario macabro que estaba por desplegarse. El viento soplaba con un tono inquietante, como si susurrara anticipando la brutalidad que se avecinaba. Desde las alturas, descendieron los Guerreros del Abismo, el Batallón 976 conocido como los "Guardianes del Infierno", portadores del caos y la destrucción.

Estos soldados de élite eran la última línea de defensa de Os Rouges, preparados para enfrentar cualquier amenaza sin mostrar piedad ni compasión. Su presencia era un eco del averno, una advertencia a aquellos que se atrevieran a desafiarlos. Sus cuerpos estaban imbuidos de una resistencia sobrehumana, su piel endurecida y sus sistemas de regeneración mejorados los convertían en seres casi invulnerables. Los golpes de los demonios parecían chocar contra una roca implacable mientras avanzaban con una determinación implacable.

El rugir de las armas infernales llenó el aire mientras los Guardianes del Infierno desplegaban su arsenal mortal. Sus lanzallamas ardían con un fuego abrasador, envolviendo a los demonios en llamas que lamían sus cuerpos con una crueldad inimaginable. Las ametralladoras escupían una letanía de muerte y destrucción, desgarrando la carne demoníaca en un frenesí sangriento. Las lanzagranadas detonaban con un estruendo ensordecedor, destrozando todo a su paso y sumergiendo el campo de batalla en una orgía de caos y desesperación.

Con armaduras imponentes y robustas, los Guardianes del Infierno se alzaban como monumentos al terror. Sus tonos oscuros y naranjas ardientes evocaban las llamas del averno mismo. Detalles intrincados y grabados representando llamas y símbolos infernales adornaban sus armaduras, agregando una estética infernal a su apariencia aterradora. Sus cascos intimidantes, con cuernos curvados hacia atrás y ojos enrojecidos como brasas, parecían emanar una maldad indomable.

A medida que avanzaban hacia el portal del infierno, los Guardianes del Infierno se sumergían en el horror más oscuro. El suelo se manchaba con la sangre viscosa de los demonios, mientras los aullidos desesperados de los condenados resonaban en el aire, atormentando los oídos de aquellos que se atrevían a escuchar. Pero no había espacio para el lamento ni la tristeza, solo existía la determinación de aniquilar cualquier rastro del infierno que osara desafiar su presencia.

En medio de la carnicería, algunos de los Guardianes del Infierno caían bajo la embestida demoníaca, pero su sacrificio no era en vano. Sus cuerpos yacían como testimonio de su valor y coraje, recordatorios silenciosos de la brutalidad del conflicto. Sin embargo, aquellos que quedaban en pie se mantenían firmes, avanzando con una furia renovada y una determinación inquebrantable. No conocían el miedo, solo el deseo de liberar a Os Rouges del abrazo infernal.

El campo de batalla se convirtió en un escenario infernal donde el fuego y la sangre danzaban al compás del caos. Las llamas iluminaban los rostros desfigurados de los Guardianes del Infierno, su mirada reflejaba el reflejo distorsionado de los infiernos que habían presenciado. La muerte y la destrucción los rodeaban, pero ellos permanecían impasibles, dedicados a su propósito: proteger a toda costa a aquellos que merecían vivir en un mundo sin el yugo demoníaco.

Cuando el último demonio cayó ante su poder, los Guardianes del Infierno se detuvieron, exhaustos pero victoriosos. El portal al infierno se cerró con un estruendo ensordecedor, dejando atrás un silencio sepulcral que parecía haber sido robado por la oscuridad misma. Los soldados restantes se reunieron en el centro del campo de batalla, sus armaduras empapadas en sangre y cenizas, testigos mudos de la masacre que habían protagonizado.

En sus ojos ardía el fuego de la victoria, pero también el peso de la masacre presenciada. Sabían que habían hecho lo necesario, que habían cumplido con su deber de la manera más cruel. Los Guardianes del Infierno se erguían como monumentos sombríos de la brutalidad que se necesitaba para enfrentar al mal en su forma más grotesca. Serían recordados como los guerreros imponentes y siniestros que habían desafiado al averno mismo y habían emergido victoriosos, pero marcados por las atrocidades cometidas en su nombre.

En la planicie, solo quedaban cicatrices que se entrelazaban como un recordatorio constante del horror vivido. Pero gracias a los Guardianes del Infierno, la ciudad implacable de Os Rouges seguía adelante, protegida por aquellos dispuestos a enfrentar los abismos más oscuros y crueles de la existencia, sin importar el precio que tuvieran que pagar.

LA NOCHE DE LAS SOMBRAS DEVORADORAS

Mientras el sol agonizaba en el horizonte, un oscuro manto se extendía sobre nuestro mundo. El cielo se teñía de tonos carmesí y púrpura, una visión premonitoria del caos que se avecinaba. La tierra temblaba bajo mis pies y los ríos parecían susurrar un adiós melancólico.

Desde la distancia, pude ver cómo las masas oscuras descendían del cielo, como una lluvia de sombras voraces. Los Parásitos del Óbito, grotescas criaturas, avanzaban con una voracidad implacable. Su exoesqueleto queratinoso brillaba con reflejos siniestros bajo la débil luz restante, mientras sus cuerpos segmentados se retorcían en un baile macabro.

El aire se llenó de un olor a podredumbre y desolación. Gritos desesperados de las criaturas y los ecos de las ciudades en ruinas se mezclaban en una sinfonía de terror. Corrí, pero cada paso era como plomo en mis pies. Las sombras se extendían, devorando todo a su paso, dejando un rastro de destrucción que parecía desafiar la misma realidad.

Vi cómo las ciudades que habían sido el hogar de generaciones eran engullidas por el abismo oscuro. Los edificios se derrumbaban, las luces parpadeaban y se extinguían, y el caos consumía cada rincón. Mi mundo se desvanecía ante mis ojos, convirtiéndose en un escenario de pesadilla.

La oscuridad finalmente me alcanzó. Las sombras envolvieron mi cuerpo, y una sensación fría y punzante se apoderó de mí. Mi piel parecía arder mientras los Parásitos se adentraban en mi carne, su mandíbula de dos filas de dientes excavando implacablemente. El dolor era indescriptible, como si mi cuerpo se desgarrara en pedazos.

Mis ojos se llenaron de visiones distorsionadas: colores cambiantes, formas retorcidas y criaturas grotescas. La realidad parecía desmoronarse a mi alrededor, y el mundo que conocía se convertía en una pesadilla irreal. Mi mente luchaba por aferrarse a la cordura mientras la muerte se abría paso dentro de mí.

Y entonces, en medio de la agonía, llegó el silencio. Mi visión se desvaneció en la oscuridad absoluta, y mi conciencia se desvaneció. En un último destello de lucidez, me di cuenta de que mi mundo ya no existía, y yo me convertía en una víctima más de los Parásitos del Óbito, una raza invasora que había devorado la luz y la vida de todo lo que tocaba.

DONDE SOLO LOS MUERTOS CONOCEN

Las ruinas humeantes de la ciudad se extendían ante ellos, un sombrío laberinto de edificios derruidos y calles plagadas de escombros. Aquel escenario de desolación estaba salpicado por los oscuros colores de los veteranos Lictores de la Aniquilación. Sus gabardinas, de un negro profundo, parecían absorber la escasa luz que se filtraba entre los restos de la urbe. Los detalles en rojo y dorado, los colores distintivos de la O.R.O, surgían como destellos sangrientos en medio de la penumbra.

Los cascos cónicos que cubrían sus cabezas llevaban visores tintados de rojo que ocultaban sus facciones, otorgándoles un aura de anonimato y misterio. Bajo sus pesadas armaduras, las inscripciones de la O.R.O brillaban, como cicatrices de honor en su piel de acero.

Mientras avanzaban entre las ruinas, los estruendos de los tanques resonaban en el aire. El Destructor Omega MK-3742 rugía como una bestia metálica mientras avanzaba con su blindaje pesado y cañones listos para disparar. A su lado, el Destructor Maelstrom, conocido por su capacidad para crear tormentas de fuego, dejaba un rastro de destrucción a su paso. Y en la distancia, solo vislumbraron los restos del mítico Destructor Omega MK-5864, una máquina de guerra que había sido testigo de innumerables batallas.

El veterano Lictor miró a su compañero más joven, un hermano que lo admiraba con respeto. La paz volvería a este lugar, pero sus pensamientos seguían oscuros, como las sombras que se alzaban entre los escombros. "Hermano mayor", dijo el joven, "hemos cumplido nuestra misión. Los Demonios han sido aniquilados, y pronto podremos regresar a casa".

El veterano asintió, pero sus ojos detrás del visor parecían perdidos en el horizonte devastado. "¿Por qué sigo aquí?", susurró, y aunque su voz era tenue, resonó en el corazón de su compañero. "He visto a tantos de nuestros hermanos caer en batalla, he estado cerca de la muerte en innumerables ocasiones, pero aquí sigo, sin encontrar el honor que busco". Era un eco sombrío en medio de la desolación que los rodeaba.

El joven soldado observó con comprensión a su hermano mayor, quien cargaba el peso de la guerra en su alma y anhelaba el descanso que solo la muerte en combate parecía ofrecer. Sus palabras, aunque suaves, llevaban consigo una sabiduría que iba más allá de sus años.

"Puede que aún no haya llegado tu momento de máxima gloria, hermano mayor", expresó el joven soldado con voz serena. "Pero no debes desesperar. Nuestra causa es justa, y la O.R.O nos necesita. La lucha que enfrentamos es ardua, pero es el sacrificio y la dedicación lo que nos ha mantenido en pie hasta ahora."

El veterano asintió, sus pensamientos todavía nublados por la tristeza que lo rodeaba. Juntos, avanzaron entre las ruinas de la ciudad, donde el eco del rugir de los tanques Omega MK-3742 y Destructor Maelstrom resonaba en el aire, como un recordatorio constante de la batalla que habían librado.

Fue entonces cuando el joven soldado comenzó a cantar una melodía suave, una canción que había escuchado en su juventud, antes de unirse a las filas de la O.R.O. La melodía fluyó como un río de esperanza en medio de la desolación.

"¿Qué es eso que cantas, hermano menor?", preguntó el veterano, sorprendido por la elección de la canción.

"Es una canción que solía cantar mi madre", reveló el joven. "Habla de un lugar que solo los muertos conocen, donde podemos ser nosotros mismos sin temor ni juicio."

Las palabras del joven resonaron en el corazón del veterano Lictor de la Aniquilación. Por un instante, vislumbró un atisbo de esperanza en medio del oscuro horizonte de la guerra. Tal vez, algún día, encontraría ese lugar que solo los muertos conocen, donde la guerra y la muerte quedaban atrás, y podía ser libre.

Sin embargo, por ahora, la batalla no había terminado. La O.R.O los necesitaba, y él estaba dispuesto a seguir luchando hasta que su deber estuviera cumplido. En su mente resonó la promesa de la canción, y comprendió que la paz que anhelaba podía encontrarse tanto en la vida como en la muerte.

Justo cuando la incertidumbre se cernía sobre ellos, un aterrador portal demoníaco se abrió en el horizonte, liberando a los demonios que comenzaron a brotar de su oscuro interior. Sin dudarlo, los dos hermanos se prepararon y comenzaron a recitar una letanía, un deseo compartido de una muerte gloriosa en nombre de la O.R.O. Sabían que quizás no serían recordados, pero eso no les importaba, ya que la causa por la que luchaban era su razón de ser.

Yo juro luchar en la oscuridad más profunda,

Donde el horror y la muerte gobiernan sin piedad.

No habrá salvación ni amparo, solo la lucha sin fin,

En el campo de batalla, donde solo la muerte es mi compañía.

Con rifles en mano, avanzaron hacia la batalla con un fervor renovado que resonaba en el aire, como el crepitar de un fuego ardiendo en medio de la tormenta. Fue entonces cuando el suelo mismo pareció temblar ante la llegada del nuevo tanque, el imponente Destructor Omega MK-5864, una leyenda viviente de la guerra que se unía a su causa. El estruendo de sus motores era ensordecedor, y la tierra temblaba bajo su peso colosal mientras avanzaba hacia la línea del frente.

Mientras el Destructor Omega MK-5864 rugía a su lado, el cielo se abrió sobre ellos, y de él descendió majestuosamente un transportador Ángel de la Muerte. El ruido de sus motores resonaba como truenos en el horizonte, y su presencia en el campo de batalla era imponente. De las compuertas de la nave surgieron dos escuadrones de Ángeles de la Muerte, guerreros vestidos con armaduras negras gloriosas. Sus armaduras relucían con detalles en rojo y dorado, y llevaban en sus manos armas que parecían talladas por los mismos dioses.

El rugido del tanque, el estruendo de las botas de los Ángeles de la Muerte al tocar el suelo y el zumbido de las naves llenaron el aire, creando una sinfonía de guerra que resonaba en el corazón de los dos hermanos. Estaban rodeados de poder y gloria, listos para enfrentar a la horda demoníaca que se avecinaba. Era un momento de sacrificio, pero también de redención, y estaban decididos a enfrentarlo con ira y valentía.

El ruido de los rifles parecía desgarrar el aire mismo, una sinfonía de violencia y sacrificio que resonaba en los tímpanos de los soldados. Cada disparo era una letanía que recitaban con devoción mientras avanzaban hacia la horda demoníaca, como si sus balas fueran plegarias destinadas a la aniquilación del mal que se cernía sobre ellos.

La escena que se desplegaba era un auténtico infierno en la Tierra. Los cuerpos demoníacos, grotescamente retorcidos y deformados, se desmembraban y desgarraban en su furia desenfrenada. Sus extremidades se estiraban en ángulos imposibles mientras avanzaban como una masa de pesadillas vivientes, ululando en un coro de tormento.

La sangre, negra como la misma noche, brotaba en chorros violentos, salpicando cada superficie cercana. Era como si las entrañas del averno se hubieran desatado en medio de ese campo de batalla macabro. La oscuridad y la muerte se entremezclaban en un baile siniestro, como amantes condenados que danzan en un frenesí mortal de amor.

Pero a pesar de la escena, los dos hermanos Lictores de la Aniquilación avanzaban con honor y ferocidad. Estaban luchando junto a los Ángeles de la Muerte, dioses de la guerra que parecían inmortales en comparación con simples mortales como ellos. Cada paso que daban hacia la muerte era un testimonio de su lealtad a la O.R.O. y su determinación de enfrentar cualquier amenaza sin temor alguno.

En ese momento, estaban dispuestos a enfrentar su destino con la frente en alto, listos para escribir la última página de su legado en la historia de la O.R.O. y a encontrar la paz que tanto anhelaban, en la muerte.

BESTIA HECHA DE METAL

El estruendo de la guerra, un rugido ensordecedor compuesto por el retumbar de las explosiones, el chasquido de las armas automáticas y los gritos agónicos de los caídos, se abría paso a través del aire. El piloto, inmerso en el sombrío y aterrador escenario de la batalla, buscó momentáneamente respiro en la penumbra de un edificio en ruinas, cuyas paredes resquebrajadas servían como único escudo contra el caos exterior. Sus manos temblorosas se aferraron al comunicador, un vínculo con la orden que lo unía a la maquinaria de guerra.

"Soldado Red-eyed Cyclops a crucero en orbita, necesitamos presencia de Honored ahora. La situación contra la DCIN es insostenible. Despliegue inmediato", la voz del comandante atravesó la estática del canal, cargada de urgencia y desesperación.

Mientras tanto... En el Crucero en orbita.

La armadura del Honored modelo Némesis Leviatán se alzaba como un monumento oscuro. Los colores del Imperio de G, negros y grises desgastados, contrastaban con las luces parpadeantes de las ráfagas láser que iluminaban el entorno. Las texturas desgastadas por la guerra cubrían su estructura, marcada por cicatrices de antiguas contiendas y la sangre de sus enemigos, una pintura grotesca que contaba la historia de su brutal historial, el piloto del Némesis corrió a través de los pasillos y se lanzó hacia la cabina interna de la colosal máquina de destrucción, buscando fusionarse con la encarnación misma del apocalipsis.

La oscuridad interna del Némesis Leviatán se iluminó con una roja luz fría y digital mientras la Conciencia Artificial cobraba vida. "Listo," anunció la voz sintética, resonando en los confines de la cabina.

El piloto, ahora inmerso en la entraña de la bestia, se aferraba a los controles mientras la conciencia de la máquina se fusionaba con la suya. "Listo para el despliegue, comandante", anunció con una firmeza que solo la unión con el Némesis Leviatán podía conferir.

"Entendido, Piloto. Lleva la furia del Leviatán a nuestros enemigos", fue la respuesta del comandante, una mezcla de alivio y expectación. El rugido del Némesis Leviatán resonó como un trueno mecánico, y su paseo de destrucción comenzó.

Un destello desgarrador surcó el firmamento, marcando la entrada del Némesis Leviatán. Como una bestia mecánica descendiendo de las mismas fauces del infierno, emergió de un portal dimensional con un estruendo que hizo temblar los cimientos de la guerra. El suelo respondió con un temblor apoteósico mientras el Leviatán dejaba un cráter tras su llegada.

La armadura del Némesis Leviatán resuena con un crujido metálico mientras se alza imponente, como un coloso acechante, dispuesto a liberar el caos en su versión más brutal. El chasis vibra con la energía de la maquinaria, y la fusión entre la conciencia artificial y el piloto crea una sinfonía siniestra de destrucción.

El rugido metálico de las armas del Leviatán se erige como un himno infernal que eclipsa los lamentos de la batalla circundante. El devastador rayo de calor se desliza con la elegancia de un haz mortífero, desgarrando las líneas enemigas con la ferocidad de una espada candente. El Rifle de implosión, en su estruendoso estallido, libera ondas de choque que despojan la existencia a su paso. El Cañón rotativo acoplado gira con voracidad, disparando proyectiles que desintegran la resistencia enemiga.

"¡Némesis, flanquea por el norte! ¡Rifle de implosión, a las 7! ¡No dejes ni uno en pie!", ordena el piloto, su voz intentando prevalecer entre el estruendo ensordecedor de la guerra.

La Conciencia Artificial, imperturbable y calculadora, responde con una eficacia letal. "Objetivo adquirido. Aniquilación en curso."

La matanza infernal persiste, el Némesis Leviatán y su piloto tejiendo un ballet de destrucción que transforma el atardecer omnipresente en un escenario maldito. El fulgor rojo mortífero de las armas pinta el paisaje con tonalidades de sangre, y el suelo se convierte en el lecho macabro donde descansan los frutos oscuros y crudos de la guerra, a los que llamarías cadáveres. Cada paso de la máquina es una sentencia de aniquilación, y el eco de la batalla resuena como un lamento sin fin en las sombras de la desolación.

El Leviatán avanza, su figura oscura iluminada por la furia incandescente de la guerra. La armadura, ahora manchada con los goteantes vestigios del conflicto, refleja la crudeza de su papel. Las huellas del caos se entrelazan con las texturas de su estructura, convirtiéndola en un monumento a la brutalidad mientras dispara sin cesar.

En el campo de batalla, el sonido de la destrucción es una sinfonía infernal. Los gritos desgarradores de la maquinaria mezclados con las detonaciones y los estruendos de los proyectiles crean una cacofonía que ensordece incluso al más valiente. El Leviatán, en su ciega marcha hacia la aniquilación, devora la vida y la esperanza, dejando tras de sí un rastro de desesperación y horror.

El piloto, una sombra perdida en la inmensidad de la máquina, se convierte en un ejecutor de la tragedia. Sus órdenes resonando en la cabina del Leviatán se mezclan con los alaridos de la Conciencia Artificial, dando vida a una conversación tétrica entre el hombre y la máquina. "¡Aniquilación máxima! ¡Que solo queden cenizas!", proclama el piloto, su voz fusionándose con la determinación inhumana de la IA. 

La tierra, antes fértil y promisoria, ahora es un lecho de pesadilla sembrado con los despojos de la vida. Cuerpos desmembrados yacen esparcidos como ofrendas a la deidad de la guerra. La sangre, negra y coagulada, se mezcla con el polvo y la tierra, creando un paisaje desolador que es testigo silencioso de la tragedia.

En cada paso del Leviatán, la desesperación se profundiza. La máquina devora la vida y la escupe en forma de escombros destrozados. No hay esperanza que sobreviva en la estela de esta bestia de metal. Los que aún viven, lo hacen en la penumbra de la aniquilación, sin fe en la victoria, solo con la certeza de una muerte segura.

El Leviatán dispara sin cesar, cada proyectil una sentencia de muerte. Los horrores que presencia el campo de batalla son inimaginables, una orgía grotesca de destrucción. La noche, en lugar de traer consuelo, se viste con los resplandores mortíferos de las armas, y el Leviatán, en su furia desatada, emerge como el verdugo de la esperanza. En este rincón del universo, el Imperio de G prevalece, y la DCIN yace impotente ante la marea implacable de la aniquilación.

La carnicería macabra avanza, y el Leviatán, ahora impregnado con huecos de bala y la sangre de la batalla, se erige como un ícono de la muerte. La fusión entre la tecnología y la voluntad de destruir crea un espectáculo grotesco y despiadado que culmina en la oscuridad de la guerra... Por el Imperio.

SALIDOS DE LA PIEDRA

En la árida superficie de un planeta rocoso, donde el polvo flotaba en el aire como partículas de memoria dispersa, descansaba un grupo de Errantes de la Raza Saíglofty. La desgarradora historia de su raza los había llevado a perder su planeta natal, y ahora, vestidos con harapos y telas desgarradas, se aferraban a la única constante que les quedaba: la travesía en una nave robada.

Eran una familia errante en el sentido más profundo, unidos por la adversidad y guiados por la incertidumbre del espacio. En ese momento particular, solo había 28 de ellos, descansando en el planeta rocoso que se suponía sería un breve refugio en su travesía intergaláctica.

Las estructuras del campamento en el planeta rocoso eran testigos de esta adaptabilidad y resiliencia. Las tiendas de harapos se mezclaban con reminiscencias de cúpulas musulmanas, paredes adornadas con motivos africanos y mástiles piratas que se alzaban hacia el cielo. Este eclecticismo arquitectónico era más que una mezcla de estilos; era la encarnación tangible de su historia itinerante.

Cada estructura contaba una historia, una pieza de la odisea Saíglofty. Los pasillos estrechos y sinuosos llevaban a espacios compartidos donde la comunidad se reunía alrededor de fogatas improvisadas, compartiendo historias de mundos perdidos y esperanzas renovadas. Los colores desgastados de las telas y las joyas resplandecientes transmitían la lucha constante entre la desesperación y la determinación.

La estela que surcó el cielo, dejando tras de sí un cráter en las profundidades del terreno rocoso, despertó la curiosidad de los Saíglofty. Intrigados, se dirigieron al lugar del impacto, solo para descubrir un cráter más grande que su nave y una oscura abertura que se adentraba en las entrañas del planeta. Este hallazgo no solo marcó el inicio de un misterio, sino que también se convirtió en la clave que desencadenaría eventos que cambiarían el curso de su travesía.

Bajo tierra, a varios cientos de metros de profundidad, yacían las catacumbas Resanas, un laberinto de pasadizos intrincados y cámaras selladas. En el corazón de este sistema subterráneo, cientos de cápsulas descansaban en un sueño casi eterno, custodiando un secreto que el tiempo había mantenido oculto. El impacto del objeto celestial había actuado como un gong que resonó a través de las profundidades, activando sistemas dormidos y desencadenando una cadena de eventos que los Errantes Saíglofty no podrían comprender completamente.

Las cápsulas, albergando a los Atruneth, empezaron a despertar, y en pocas horas, la oscuridad de la nave catacumba se llenó de vida mecánica. Los Atruneth, creados por los extintos Anutt Resa como "Preservadores", se alzaron de su largo letargo. Eran seres imponentes, casi imbatibles, con una tecnología asombrosa y un propósito misterioso.

Los Atruneth se asemejaban a entidades mecánicas, sus cuerpos de metal blanco pulido emitían un brillo magenta sutil y enigmático de sus ojos. Su anatomía, con líneas suaves y contornos refinados, reflejaba una estética minimalista y poderosa. En las profundidades del planeta, estos guardianes mecánicos se preparaban para cumplir su misión ancestral: preservar y restaurar lo que quedaba de los Anutt Resa y, en última instancia, resucitar la antigua gloria de su raza.

Bajo el manto estrellado, los Saíglofty se reunían alrededor de una fogata, compartiendo risas y relatos mientras disfrutaban de una cena familiar improvisada en el inhóspito planeta rocoso. La luz danzante de las llamas iluminaba sus rostros cansados pero resueltos. Sin previo aviso, el suelo comenzó a vibrar y romperse, desgarrando la calma de su reunión.

Desde las profundidades de las catacumbas Resanas, emergían los Atruneth. El suelo se resquebrajaba mientras estas criaturas mecánicas excavaban hacia la superficie con determinación. Querían salir a la luz, ansiosos por comenzar su tarea de terraformación y recuperar la gran nave catacumba de las profundidades de la piedra y hacerla brotar.

Los Saíglofty, expertos en magia roja, se levantaron rápidamente ante la amenaza inminente. Conjuros y hechizos llenaron el aire, creando barreras de energía y lanzando proyectiles mágicos en un intento desesperado de detener la invasión mecánica. Sin embargo, los Atruneth avanzaban inexorablemente, sus movimientos torpes y lentos no impedían su progreso constante.

Docenas de Atruneth de la clase "común" surgieron de las profundidades, con su presencia desafiando la magia de los Saíglofty. Fue entonces cuando uno de ellos, de manera especialmente compleja, emergió llevando consigo una lanza de luz celestial. La lanza brillaba con intensidad magenta, emitiendo proyectiles de luz altamente concentrados y penetrantes. El Saíglofty que se encontraba en la línea de fuego no tuvo tiempo para reaccionar. La lanza disparó un haz de luz que atravesó su forma sin dejar rastro de sangre, como si fuera un papel partido por la mitad.

La Lanza de Luz Celestial, un arma básica para los Atruneth. Su capacidad de carga rápida y su precisión milimétrica hicieron que fuera un instrumento ideal para aniquilar a los objetivos a distancia. 

La desesperación se apoderó de los Saíglofty cuando, con la intención de huir hacia su nave, que yacía a la lejanía aparentemente escondida, un gran pilar negro surgió cerca de ella. De este pilar emergió una compuerta, revelando un Atruneth Centinela, diseñado para la defensa y la seguridad de bóvedas y ciudades. Este guardián mecánico, con una apariencia robusta y una altura imponente de tres metros, desplegó una presencia intimidante.

El Centinela, armado con una armadura pesada de color gris oscuro, avanzó con determinación. Sus cuatro patas mecánicas le proporcionaban una estabilidad y movilidad excepcionales en terrenos accidentados. Llevaba consigo un distintivo casco cónico con un visor magenta que emanaba autoridad.

Antes de que los Saíglofty pudieran reaccionar, el Centinela desató el poder de su Cañón de Antimateria. Un destello luminoso iluminó la oscura superficie del planeta rocoso cuando el cañón disparó un único proyectil de antimateria. La antimateria se desintegró violentamente al entrar en contacto con la materia, creando ondas de choque destructivas que arrasaron con todo a su paso.

El impacto fue devastador. La nave de los Saíglofty, que antes estaba oculta a la distancia, quedó hecha añicos en una explosión masiva. El Centinela, imperturbable, se mantenía erguido como un guardián implacable de las reliquias de los Anutt Resa. La esperanza de escape se desvaneció en los escombros mientras los Saíglofty contemplaban la magnitud de la amenaza que los Atruneth representaban.

El caos se desató en el planeta rocoso mientras el suelo seguía rompiéndose, revelando más de la nave catacumba que emergía lentamente de las profundidades. Los Saíglofty, desesperados y superados en número, intentaron resistir mientras la situación se volvía cada vez más cruel.


Con cada grieta en el suelo, los Saíglofty caían y morían. La piedra se quebraba bajo sus pies, engulléndolos en la oscuridad de las catacumbas. Los Atruneth, tanto los comunes como el imponente Centinela, avanzaban con una determinación inexorable.

Los Atruneth comunes, con su presencia metálica y su letal Lanza de Luz Celestial, se abalanzaban sobre los Saíglofty con movimientos calculados y precisos. Cada disparo de sus armas perforaba la magia roja defensiva de los Errantes, eliminando a los nómadas uno por uno sin mostrar piedad. Los Saíglofty, expertos en magia pero superados por la tecnología avanzada de los Atruneth, luchaban valientemente, pero sus esfuerzos parecían inútiles.

El Atruneth Centinela, con su armadura pesada y su Cañón de Antimateria, lideraba la masacre. Cada disparo del cañón creaba explosiones masivas, desatando ondas de choque destructivas que barrían a los Saíglofty como hojas en el viento. Su imponente figura avanzaba entre los escombros y los cuerpos caídos, proyectando una sensación de inevitabilidad.

Los Saíglofty, una familia unida por la adversidad, veían cómo su esperanza de supervivencia se desvanecía. La fogata que antes iluminaba su cena familiar ahora era reemplazada por el resplandor mortífero de las armas de los Atruneth. El suelo temblaba con cada paso de los invasores mecánicos, y el destino de los Errantes parecía sellado en esa encrucijada intergaláctica.

Mientras la nave catacumba emergía completamente, los Saíglofty luchaban con valentía, pero la desigualdad en tecnología y poder militar les arrebataba la posibilidad de un final diferente. La tragedia se desplegaba en el desolado paisaje rocoso, y el eco de la batalla resonaba en la memoria del universo, una historia de resistencia y pérdida en un rincón remoto del espacio.

El último de ellos, rodeado por la desolación que dejaba a su paso la batalla contra los Atruneth, se mantenía erguido en medio de la tragedia. Sus ropas desgarradas ondeaban en el viento, marcando la resistencia de su pueblo hasta el último aliento. La nave catacumba estaba completamente liberada, y la oscura maquinaria de los Atruneth se cernía bajo él, una bestia de kilómetros de longitud estaba a punto de brotar de la piedra.

Herido pero no vencido, el último Saíglofty sostenía en sus manos la esencia de su magia roja, una última resistencia contra la imparable marea mecánica. Con un gesto final, levantó sus manos hacia el cielo estrellado, canalizando la magia ancestral de su raza. Pero la realidad era cruel, y la tecnología superior de los Atruneth no cedía ante los últimos susurros de la magia errante.

El Atruneth Centinela, con su mirada roja inmutable, avanzó lentamente hacia el último Saíglofty. Su Cañón de Antimateria se cargó con un fulgor morado y ominoso, preparándose para el golpe final. El último errante, en un acto de valentía y determinación, miró al Centinela a los ojos, si es que los tenia, desafiando la oscura inevitabilidad que se cernía sobre él.

En un destello brillante y atronador, el Cañón de Antimateria disparó su mortífera carga. La explosión que siguió consumió al último Saíglofty, disipando su forma en una amalgama de polvo y chispas en el aire. No hubo lamento, ni grito, solo el eco del último suspiro de un pueblo errante que enfrentó su destino con dignidad.

El silencio descendió sobre el paisaje desolado, marcando el final de una travesía errante que se desvanecía en el frío abrazo del universo. La nave catacumba se alzaba triunfante en el horizonte, testigo silente de la aniquilación de los errantes. 


CUSTODE ARDAMIS

La tierra temblaba con una furia ancestral bajo el peso del Custode Ardamis, que avanzaba implacable a través del infierno bélico. La máquina de guerra, que parecía más una bestia que una creación de ingeniería, era una gigantesca figura de destrucción, un coloso entre las ruinas de lo que alguna vez fue un campo de batalla. El suelo se agrietaba bajo sus pies, y el rugido del metal resonaba en el aire viciado por el polvo y el humo. Cada paso de la imponente máquina de combate retumbaba como una sentencia de muerte, aplastando todo a su paso con una violencia brutal.

En su cabina, el Sargento Vyorin, un veterano Éndevol, ajustaba los controles, su rostro era sombrío bajo el casco. Las pantallas de la interfaz del Honored parpadeaban con datos vitales, su mano iba moviéndose rápida y firme sobre los mandos. Podía sentir el latir de la máquina, cada rugido de sus motores resonando a través de su cuerpo como una extensión de su propia voluntad. Cada vez que el Custode Ardamis disparaba, las vibraciones recorrían su columna vertebral, mientras las detonaciones cercanas hacían crujir los sistemas y las alarmas se disparaban en la cabina.

"Vyorin, estamos rodeados. ¡Necesitamos un plan!", rugió la voz distorsionada del Custode Ardamis a través del comunicador interno.

Vyorin apretó las mandíbulas, forzando la calma a través de su mente mientras ajustaba los visores para percibir cada movimiento a su alrededor. La visibilidad era casi nula; el cielo estaba oscurecido por el fuego y las nubes de escombros que flotaban como una neblina mortal. Sin embargo, su voz seguía firme, implacable. "Los aguantaremos. Todavía tenemos fuego en el cañón."

El rugido ensordecedor del cañón de munición convencional estalló, lanzando una serie de proyectiles masivos hacia la línea enemiga. Los impactos resonaron en el aire como truenos, dejando una estela de destrucción tras cada disparo. Las explosiones arrasaban el terreno, y el brillo de las llamaradas iluminaba el paisaje desgarrado. Sin embargo, la respuesta del imperio de G fue inmediata: misiles, cohetes y ráfagas de láser llovieron sobre ellos con ferocidad. El aire se llenó de estrépitos y destellos, y las vibraciones de las explosiones desgarraron los sistemas del Honored.

“¡Se aproximan desde el flanco derecho!” gritó la voz del Custode Ardamis, y el tono en su voz denotaba el peligro inminente.

Con una agilidad sorprendente para su tamaño, Vyorin maniobró la cabina del Honored en un intento de evadir los misiles que se acercaban. Los proyectiles enemigos estallaron contra el escudo extensible, generando ondas de energía que iluminaban la oscuridad, dispersándose en destellos de luz cegadora. El sonido de las explosiones se mezclaba con el crujir del blindaje del Honored, cuyos sistemas mostraban daños graves y constantes en la interfaz.

“¡Maldición, necesitamos apoyo aéreo!” gritó Vyorin, esquivando una explosión cercanísima que hizo vibrar la cabina hasta sus cimientos. La fragilidad de la situación era palpable, pero la calma de Vyorin no flaqueó ni por un segundo. Sus dedos recorrían los controles como si fueran una extensión de su voluntad, manejando la máquina con la precisión de un cirujano.

El rifle de asalto del Custode Ardamis respondió con una ráfaga certera, aniquilando a los soldados enemigos que se atrevían a acercarse. Los cadáveres caían en montones desordenados, destrozados por los disparos letales. La pantalla mostraba la caída de decenas de objetivos, pero la batalla no daba tregua. Vyorin sintió que los sistemas comenzaban a fallar, debido a alertas constantes parpadeando en la interfaz, y una ominosa luz roja indicaba que el Custode estaba perdiendo la protección de su escudo frontal.

“¡Estamos perdiendo el escudo frontal!” informó el Custode Ardamis a través del comunicador. La voz del gigante metálico estaba distorsionada por el fragor del combate, pero la preocupación era evidente.

"¡Reagrupémonos en punto delta!" respondió Vyorin, sus manos trabajando frenéticamente en los controles mientras su mente calculaba cada movimiento, cada maniobra.

El Custode Ardamis se movió con una precisión y rapidez sorprendentes para su tamaño, esquivando explosiones y proyectiles enemigos mientras se retiraba hacia una nueva posición estratégica. El ruido de los motores rugiendo y el retumbar de sus pisadas combinaban con la estridente melodía de la guerra. Cada paso parecía sacudir el aire y la tierra, mientras la brutalidad de la retirada se hacía cada vez más inminente.

“¡Ajusten el fuego, no podemos dejar que se acerquen más!” ordenó Vyorin a su equipo. La tensión llenaba la cabina mientras él coordinaba los ataques, intentando frenar el avance de las fuerzas enemigas. El Custode Ardamis no era una máquina de guerra que se rendiría, y la determinación de Vyorin se reflejaba en sus acciones. Los soldados enemigos caían como hojas al viento, pero sus números parecían interminables, como una marea negra que inundaba la zona.

“¡Sargento, el apoyo aéreo está en posición!” informó el Custode Ardamis por el comunicador interno, su voz ahora cargada de una satisfacción casi mecánica.

“¡Despejen el área!” ordenó Vyorin, su tono firme como acero.

El cielo se partió con el rugido de los aviones de ataque, descendiendo a toda velocidad en un aluvión de fuego. Las llamas del cielo descendieron, barriendo a los enemigos con una furia tan salvaje como la misma guerra. Las explosiones iluminaban el paisaje ya devastado, mientras los ecos de las detonaciones se multiplicaban en el aire.

En medio de la tormenta de fuego y acero, el Custode Ardamis y su piloto Vyorin resistieron con una voluntad inquebrantable. Aunque el metal que los protegía mostraba signos de desgaste, la determinación en sus corazones seguía intacta. Su alianza, forjada en el fragor de la batalla, se mantenía firme. El mundo que los rodeaba estaba roto, pero la máquina y el hombre no cedían, desafiando a la muerte con cada paso y cada disparo, en un entorno donde solo los más fuertes podrían sobrevivir.


RAGNAR

El planeta Eryndor se estremecía bajo el asedio del hongo Piunax Nixpeia, una plaga que retorcía a los infectados en grotescas aberraciones que se arrastraban como sombras de la muerte por los oscuros callejones y las ruinas desoladas. La marea de la oscuridad amenazaba con devorar todo a su paso, engullendo la esperanza junto con la carne de los vivos. En el epicentro de este horror, el Honored Ragnar avanzaba con su piloto, la Teniente Hikara, en su cabina, enfrentando la carnicería con determinación fría y calculada.


El CIRU autorizó únicamente el envio de naves de evacuación de mayor tamaño, junto con la implementación del protocolo Blue Jacket en Eryndor de parte de la DCIN, ya que no enviarían refuerzos terrestres, dejando a las fuerzas del planeta totalmente solas.


La interfaz holográfica celeste titilaba con alertas rojas en los bordes, como llamas del infierno, mientras Ragnar y Hikara se sumergían en el caos. Los cañones térmicos del Honored vaporizaban a los infectados, convirtiéndolos en chispas de agonía y desesperación, pero la marea negra parecía inextinguible, una oleada interminable de pesadilla


Las garras de Ragnar se hundían en la carne pútrida, desgarrando y destrozando a los enemigos con ferocidad. La sangre y los fluidos corporales salpicaban la armadura roja y dorada del Honored, tiñéndola de un rojo oscuro y negro que parecía fundirse con la sombra de la noche que los rodeaba.


“¡Ragnar, más a la derecha, tenemos un frente emergente! ¡Disparen a discreción!” ordenó Hikara, su voz resonando como un eco de angustia en el abismo.


Los ojos de Ragnar, brillantes y ardientes con una furia infernal, escudriñaban el horizonte. Sus puños, capaces de romper enormes piedras con notable facilidad, se cerraban con fuerza inhumana alrededor de las empuñaduras de sus armas, mientras su mente se sumía en un torbellino de violencia y desesperación.


Hikara ajustó la dirección de los cañones térmicos con manos temblorosas, su rostro bañado por el sudor frío de la batalla a pesar del aire acondicionado en el interior del Honored. El fuego abrasador desgarró las filas de los infectados, arrancando gritos de agonía que se perdían en el rugido ensordecedor de la carnicería. Pero la desesperación era omnipresente, como una sombra que se cernía sobre ellos como el aliento de la muerte misma.


El suelo temblaba bajo los pasos de los miles de infectados, como un estruendo macabro de carne putrefacta. Las ruinas que una vez fueron testigos del esplendor de una civilización ahora se erguían como monumentos a la desolación bajo capas de ceniza y desesperanza.


Ragnar se lanzó hacia adelante con un rugido proveniente de lo mas profundo de sus altavoces, con su espada larga de hoja ancha ardiente cortando el aire con un silbido amenazante. Cada golpe era una sentencia de muerte indiscutible, una promesa de destrucción en un mundo que se desmoronaba a su alrededor.


“¡Por la luz de los caídos, por la oscuridad que nos consume, por la carne que alimenta nuestros demonios! ¡Por la O.R.O!” rugió Ragnar, su voz resonó como un trueno en la noche eterna, aun en medio de la marea de infectados.


Hikara asintió, su corazón latía al ritmo frenético de la batalla. Unidos en su lucha contra la oscuridad, eran una fuerza imparable, una luz fugaz en un mundo condenado a la perdición.


En medio todo el apocalipsis, las montañas se alzaban como guardianes de la zona de evacuación, ocultando el desolado paisaje que se extendía más allá alrededor de la zona de evacuación. Las torretas de defensa alrededor de la misma hacían añicos a cualquier infectado que se acercara, aéreo o terrestre, eran guardianas cuyos disparos de plasma jamás se detenían por mas bestias que intentaran asediar el ultimo bastión de esperanza del planeta.


Las placas de Ragnar estaban manchadas de sangre y vísceras, siendo un testimonio de las numerosas aberraciones que habían caído a su poderoso avance. Sus ojos rojos brillaban con una intensidad casi sobrenatural, reflejando la ferocidad desatada de su programación.


"Hikara, estamos siendo inundados por la marea de la muerte. Necesitamos evacuar a los civiles ahora mismo", rugió Ragnar sobre el estruendo ensordecedor de la batalla.


Hikara no respondió, estaba demasiado concentrada, manejaba las armas con destreza mientras las hordas de infectados se abalanzaban sobre ellos.


"Protocolo de Prioridad Operativa: Proteger a los civiles a toda costa. Vamos a asegurar su evacuación", declaró Ragnar.


El Honored avanzó hacia la base de evacuación, pilotado con maestría por su piloto, despejando el camino con golpes devastadores y ráfagas de fuego abrasador.


"¡Ragnar, el sistema de energía está fallando! No sé cuánto tiempo más podremos resistir", gritó Hikara con desesperación.


"Protocolo de Adaptación Táctica: Priorizar evacuación a toda costa. Vamos a asegurarnos de que puedas salir de aquí, Teniente", respondió Ragnar.


La última nave de evacuación se acercaba lentamente, pero las explosiones cercanas causadas por ataques coordinados de los infectados amenazaban con hacer añicos sus esperanzas. Las heridas en la armadura de Ragnar dejaban escapar chispas y humo, pero su fuerza no flaqueaba.


"Hikara, debes evacuar ahora. No puedo permitir que caigas conmigo", gruñó Ragnar.


Pero Hikara negó con la cabeza dentro de la cabina. "No te dejaré solo, Ragnar. No importa lo que pase, estaremos juntos hasta el final".


"Hikara, debes irte ahora. No hay tiempo que perder", gruñó Ragnar.


Pero Hikara se aferró a él con determinación, sus manos sujetaron los controles de la cabina de Ragnar con fuerza. "No te dejaré solo, Ragnar. Juntos hasta el final".


El rugido de la batalla era ensordecedor, un sinfín de gritos desgarradores y el estruendo de la guerra llenaban el aire como una tormenta. Los infectados del Piunax Nixpeia avanzaban implacables, claramente eran una marea voraz que devoraba todo a su paso.


Ragnar conocía su destino, sabía que no había escapatoria. Pero en su interior ardía una llama de determinación, una voluntad de enfrentarse a la oscuridad con una última resistencia. No podía salvarse a sí mismo, pero podía retrasar a los infectados todo el tiempo que fuera posible.


"No puedo permitir que ambos sucumbamos. Sal y evacua a los civiles", dijo Ragnar con una voz profunda y resonante, con su tono marcado por la seriedad y la gravedad de la situación.


“¡No!” protestó Hikara una vez más, pero Ragnar, con una fuerza para nada impresionante a comparación de su tamaño de 7 metros, la sacó de la cabina y con un rápido golpe de su dedo la dejó inconsciente y la entrego a unos soldados de la DCIN para que la llevaran dentro de la nave de evacuación para salir del planeta. El planeta ya estaba perdido.


El Honored regresó al combate con determinación. Su espada y cañones ardían con una intensidad aún mayor, lanzando destellos de luz amarillenta en medio de la oscuridad de la noche que los rodeaba. Hikara, recuperando la conciencia, vio a través de las ventanas de la nave cómo su compañero luchaba con fiereza renovada, sus movimientos fluidos y letales, como un dios de la guerra.


“¡Ragnar!” gritó, pero nadie mas que los demás refugiados la escucharon, las llamas del Honored se desvanecieron entre la refriega, consumidas por la vorágine de la batalla. El Honored, la última línea de defensa, resistió mientras la nave se perdía en la distancia. Ragnar, con daños irreparables, enfrentó su destino con dignidad, sus movimientos eran ahora más lentos y pesados, pero no flaqueaban ante el enemigo que lo rodeaba.


La oscuridad del hongo lo envolvía mientras luchaba en una batalla sin fin, su figura recortada contra el paisaje desolado del planeta devastado. La Teniente Hikara, entre lágrimas, vio la despedida de su compañero, el último sacrificio en la guerra contra la infección.


El cielo estaba teñido de negro y el suelo de rojo, el color de la sangre derramada y el fuego devorador. Las explosiones iluminaban la noche con destellos fugaces, revelando brevemente la devastación que rodeaba a Ragnar mientras luchaba contra las hordas interminables de infectados.


Los cuerpos mutilados y retorcidos yacían esparcidos por el suelo, y el aire estaba cargado con el hedor de la muerte y la descomposición.


Ragnar avanzaba con pasos firmes, cada movimiento era calculado y preciso a pesar de los estragos que sufría su cuerpo. Sus cañones térmicos vomitaban llamas incandescentes, reduciendo a los infectados a cenizas con cada disparo certero. Sus puños golpeaban con una fuerza devastadora, aplastando cráneos y huesos con un crujido sordo y macabro, y su espada rebanaba hordas enteras con un simple blandir.


El suelo temblaba bajo el peso de su paso, la tierra misma parecía gritar en agonía ante la destrucción que dejaba a su paso. Pero aún así, Ragnar no vacilaba, no retrocedía ante el horror que lo rodeaba. Su determinación era inquebrantable, y su voluntad de resistir hasta el final era inquebrantable.


Los minutos se convirtieron en horas, y las horas en una eternidad de combate. El cielo se oscureció aún más, ocultando las estrellas y sumiendo al mundo en oscuridad. Pero Ragnar no se detenía, no flaqueaba ante la adversidad, creando montañas de cadáveres a su alrededor.


Finalmente, cuando la última luz de sus reservas de energía se desvaneció, Ragnar cayó de rodillas, destrozado y maltrecho. Su armadura estaba desgarrada y chamuscada, sus sistemas internos chirriaban, se rompían y crujían con cada movimiento. Pero su algoritmo seguía intacto, su determinación aún ardía como una llama solitaria en medio de la oscuridad.


Ragnar se preparó para enfrentar su destino final. Sabía que su sacrificio no sería en vano. Y mientras las sombras e infectados lo envolvían una vez más, una última palabra resonó en su mente, un eco lejano de la voz de su piloto: "Ragnar...".


Y entonces, en medio de la oscuridad de la masacre, el Honored se sumió en el silencio eterno, su figura dorada desvaneciéndose en la noche como una estrella fugaz en el firmamento. Pero su sacrificio no sería olvidado, su legado perduraría para siempre en la memoria de aquellos que lo habían conocido, una luz brillante en medio de la oscuridad de la guerra.



VYSTIL IKAIKA

La maquinaria de guerra avanzaba a través de un paisaje devastado, donde el aire vibraba con el eco de explosiones cercanas y el humo negro se alzaba como una niebla mortal. La cabina del Honored, sellada y metálica, era el único refugio para Korayama Tarel, el experimentado piloto Éndevol que comandaba la imponente máquina de guerra. Sus dedos se movían con destreza sobre los controles, ajustando los sistemas con una calma mortal mientras su mirada se mantenía fija en las pantallas del panel, observando el caos que se desplegaba a su alrededor.

"Korayama, tenemos dos escuadrones enemigos moviéndose desde el flanco derecho," informó la voz metálica de Vistyl Ikaika, resonando a través de los altavoces.

Korayama asintió, sin desviar la mirada de las pantallas, sus dedos  eran rápidos como látigos sobre los controles. "Prepara el cañón magnético, Vistyl. Vamos a darles una sorpresa."

En el horizonte, columnas de humo negro ascendían como gigantesca niebla, mientras los cielos se rasgaban con el paso de misiles enemigos que descendían en una lluvia mortal. A lo lejos, las tropas del Imperio de G se movían, su ejército blindado avanzando implacable, cubriéndose tras los restos humeantes de vehículos destruidos. De repente, Vistyl Ikaika apuntó su cañón magnético hacia el flanco derecho, y con un rugido ensordecedor, disparó un rayo electromagnético que iluminó el campo de batalla como un rayo de furia celestial. El impacto dejó una estela luminosa mientras los soldados enemigos y sus blindajes se desintegraban en segundos, vaporizados en una explosión de energía pura.

"¡Excelente disparo!" exclamó Korayama, sintiendo la descarga de adrenalina surcando su cuerpo.

Un zumbido incesante comenzó a llenar el aire, una señal de advertencia. En el cielo, una nube de drones enemigos comenzó a descender, sus motores emitían un zumbido ensordecedor mientras se lanzaban en picado, disparando una lluvia de fuego sobre el Honored. Las explosiones sacudieron la estructura de Vistyl Ikaika, la armadura del gigante de guerra temblaba bajo el impacto de los misiles y balas de alta velocidad, y el suelo alrededor se partía, lanzando escombros hacia el aire. Korayama se aferró con fuerza a los controles, su rostro tenso y determinado.

"¡Vistyl, necesitamos neutralizar esos drones!" ordenó Korayama, su voz un gruñido de concentración.

El escudo de plasma en el brazo izquierdo de Vistyl Ikaika se activó, envolviendo el cuerpo de la máquina en una barrera de energía brillante, pero las explosiones seguían golpeando, cada impacto enviando ondas de choque que hacían crujir la armadura blindada.

"Los drones son ágiles, pero no imparables," respondió Vistyl, ajustando los sistemas defensivos. Las luces de la interfaz brillaban intensamente, y las alarmas de daño sonaban, pero la máquina permanecía firme.

Korayama ajustó su postura, con su mirada fija en los enemigos en el cielo. "Prepara el cañón de nuevo. ¡Esta vez, sin piedad!"

El cañón magnético volvió a rugir, un destello iluminó el campo mientras una nueva ráfaga de energía destruía a los drones que se atrevían a acercarse. Los cuerpos metálicos de los enemigos explotaban en una lluvia de fragmentos, pero más drones seguían llegando, y las explosiones se intensificaron. La tierra a sus pies vibraba con cada impacto, el suelo quedaba marcado con huellas de devastación.

"Korayama, nuestra integridad estructural está comprometida," advirtió Vistyl Ikaika, mientras la cabina se sacudía con un nuevo impacto.

Korayama apretó los dientes. "Mientras estemos de pie, seguimos luchando."

Un estruendo violentísimo hizo que el Honored cayera de rodillas, la armadura del Vistyl Ikaika crujió bajo el peso de la ofensiva enemiga. Chispas salieron de los sistemas dañados, y la cabina se iluminó con destellos intermitentes. La guerra rugía, pero el gigante de guerra seguía allí, resistiendo.

"¡Vistyl, te necesito, levántate!" gritó Korayama, sintiendo la desesperación apoderarse de su pecho mientras el suelo a su alrededor se cubría con escombros y restos carbonizados.

"Protocolo de Prioridad Operativa: Proteger al piloto. Subprioridad: Resguardar activos estratégicos," respondió Vistyl con determinación. Los sistemas de soporte vital vibraban mientras la máquina trataba de levantarse, sus servomecanismos estaban funcionando.

La cooperación entre piloto y Honored nunca había sido más crucial. Cada disparo, cada maniobra, estaba perfectamente coordinado, como si fueran una extensión uno del otro. La tierra, el aire, el cielo: todo era una sinfonía de destrucción y supervivencia.

El Imperio de G contraatacaba con furia, pero Vistyl Ikaika y Korayama Tarel eran un frente inquebrantable. No había retirada. No había rendición. La guerra seguía, pero mientras sus corazones latieran, lucharían hasta el último aliento.


ZAR ZEBBEC

El rugido del Zar Zebbec resonaba como un trueno mientras avanzaba a través del caos del campo de batalla. Dentro de la cabina, el Piloto Phyleen, conocido simplemente como "Locura", manipulaba los controles con una destreza que rozaba la demencia.


“¡Estruendo, arrasemos con todo!” gritó Locura, su risa retumbaba en la cabina.


“Protocolo de Prioridad Operativa: Aniquilar. Subprioridades: Desolar y devorar.”  respondió Estruendo, su voz metálica mezclándose con el sonido infernal del campo de batalla.


El puño de acero del Zar Zebbec se abalanzó sobre un pelotón imperial enemigo, pulverizando a soldados y vehículos con igual brutalidad. Los cañones de termita escupían fuego fundidor, convirtiendo estructuras enteras en charcos ardientes.


“¡Más, más, más!” rugía Locura, sus ojos inyectados en sangre con un deleite maníaco.


Estruendo cumplía con cada orden sin titubear. El lanzallamas incineraba a sus enemigos, dejando tras de sí solo cenizas y silencio. A medida que avanzaban, la devastación a su alrededor parecía alimentar la euforia de Locura.


“¡Estruendo, quiero más fuego! ¡Hazlos arder!” exigía Locura, con sus risas desbordándose.


El cañón lanzallamas se intensificó, lanzando llamas que danzaban como espíritus hambrientos. Estruendo y Locura se volvían uno, una fuerza de caos desencadenada en el mundo.


Sin embargo, la marea de fuego no era unilateral. El Zar Zebbec fue alcanzado por una salva de misiles enemigos, sacudiendo su armadura y dejando grietas visibles en su estructura.


“¡Maldición! Nos están golpeando duro, Estruendo.” gruñó Locura, su risa tomando un matiz frenético.


“Si los insectos se atreven a picar. Serán aplastados.” declaró Estruendo, ajustando tácticas defensivas.


A pesar de los daños, avanzaron. Estruendo calculaba cada movimiento, respondiendo con la precisión de una máquina de guerra despiadada. Locura, por su parte, se deleitaba en la carnicería.


“¡Sí, sí, más!” vociferaba Locura, sus ojos brillando con una lujuria sádica.


El combate se intensificaba, y la maníaca carnicería del Zar Zebbec no cesaba. Estruendo y Locura, una dupla demente, desataban su furia en una espiral de destrucción. Cada proyectil que perforaba su armadura, cada explosión que sacudía su estructura, solo avivaba la locura que los impulsaba.


En medio del caos, la cooperación entre la máquina y su piloto era una sinfonía de caos, una sinfonía que resonaba en los gritos de los moribundos y el rugir de la guerra que los envolvía.



ROJALTEZ

Los cielos ardían con el resplandor de la guerra, el rugido ensordecedor de los cañones y el tintineo metálico de las armas resonaban en la atmósfera cargada de tensión. En medio del caos, el Honored Rojaltez avanzaba con paso firme, su imponente figura se recortaba contra el horizonte en llamas.

Dentro de la cabina blindada, el piloto, cuyo nombre yacía perdido en las cenizas del conflicto, ajustaba los controles con precisión militar. La conexión entre la máquina y el hombre era palpable, una muestra letal de ingeniería y humanidad. El escudo resplandecía con un fulgor dorado mientras las balas enemigas se desintegraban al impactar contra él.

"Piloto, tenemos una oleada de enemigos a nueve en punto. Preparando el Cañón Gladius," anunció la voz metálica del sistema de inteligencia artificial del Honored.

"Listo para descargar el infierno," respondió el piloto con un tono imperturbable. El Cañón Gladius se cargó con un resplandor creciente antes de lanzar una andanada de proyectiles de plasma que desgarraron el horizonte, dejando tras de sí una estela de destrucción.

El sonido de las explosiones no cesaba, pero el Rojaltez avanzaba como una fuerza imparable. Las explosiones iluminaban las marcas doradas de su armadura. La Cuchilla de la Aurora relucía con un brillo dorado mientras se abría paso a través de la resistencia enemiga.

En un giro del destino, el Honored se encontró cara a cara con un Némesis Leviathan, un gigante metálico que proyectaba una sombra ominosa sobre el campo de batalla. Los ojos del piloto se estrecharon, la determinación ardía más intensamente que nunca.

"Protocolo de Prioridad Operativa: Proteger la vida del piloto. Subprioridad: Eliminar amenazas de alto calibre," anunció la IA del Honored.

El enfrentamiento fue una sinfonía de metal contra metal. El Honored esquivaba los golpes colosales del Leviatán con una agilidad impresionante, respondiendo con ráfagas de plasma y golpes con su cuchilla. El piloto, dentro de la cabina, estaba inmerso en la encrucijada mortal, anticipando cada movimiento del enemigo.

"¡Piloto, el sistema está sufriendo daños críticos en el escudo frontal! Recomiendo retroceder para reparaciones urgentes," alertó la IA.

"No hay tiempo, continuaremos. No dejaremos que esta bestia nos detenga," gruñó el piloto, con su voz mezclándose con el estruendo de la batalla.

El Leviatán rugía, desatando su arsenal devastador. El Honored resistía, y su armadura se marcada por las cicatrices del conflicto. En un instante de tensión extrema, el piloto dirigió al Rojaltez directamente hacia el Leviatán, esquivando los proyectiles y las llamas enemigas.

"¡Prepárate, maldito monstruo!" exclamó el piloto, mientras el Rojaltez aceleraba a toda velocidad hacia el Leviatán.

En un choque brutal, la Cuchilla de la Aurora perforó la cabina del Némesis Leviathan matando a su piloto, un destello de metal desgarrando la oscuridad. El rugido del monstruo metálico se apagó en un silencio abrupto. El Honored Rojaltez emergió victorioso, su armadura humeante y mutilada, pero la voluntad inquebrantable del piloto resplandecía como un faro en la oscuridad de la guerra.

Así continuaron, la máquina y el hombre, como una marea de fuego imparable, dejando tras de sí un rastro de destrucción. La guerra los había forjado en una amalgama de crueldad y valentía, y juntos, eran un símbolo de la resistencia humana en un universo desgarrado por la guerra.

OJOS VERDES EN LA OSCURIDAD

En el campo de batalla perdido en una ciudad, donde los ecos de la guerra aún reverberaban entre los escombros y los susurros del viento se entremezclaban con los lamentos de los moribundos, yacía un soldado de los Anubis Corps. Este soldado, de la raza Tiaty, se encontraba acurrucado tras una pared destrozada, entre los restos de un edificio en ruinas, su uniforme negro y dorado estaba manchado de barro, polvo y sangre, y su máscara dorada Anubis estaba empañada por las lágrimas y el miedo que inundaban sus ojos blancos.

El soldado, cuyo nombre ya se había perdido en el fragor de la batalla, sostenía con manos temblorosas su pistola Fénix con un único disparo remanente, y su Fusil de Asalto MAG-RX7 "Destructor", sin munición entre las piernas también temblorosas. Podía sentir el pulso acelerado de su corazón resonando en su mente mientras escuchaba los sonidos metálicos y los chirridos que provenían de las criaturas biomecánicas conocidas como las Doncellas del Engranaje.

Estas aberraciones biotecnológicas, esqueletos grises y delgados que se movían con una agilidad espeluznante, recorrían los escombros en busca de rezagados. Sus garras filosas destripaban y despellejaban a los soldados que encontraban, emitiendo un chirrido metálico que helaba la sangre a la vez que se escuchaban gritos y disparos.

El soldado se aferraba a la esperanza de pasar desapercibido, rezando para que las Doncellas del Engranaje no lo descubrieran. Pero el destino, cruel y caprichoso, tenía otros planes para él. Sin advertencia, su fusil se deslizó ligeramente entre sus piernas y chocó contra el suelo metálico, emitiendo un chasquido que resonó en la quietud del lugar.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal del soldado al darse cuenta de su error. Sabía que había sido descubierto. El silencio que siguió al sonido del fusil parecía más ominoso que cualquier grito de guerra. Entonces, escuchó el suave chirrido de las articulaciones de una Doncella del Engranaje acercándose.

Su corazón amenazaba con salirse de su pecho mientras observaba la luz verdosa de los ojos de la figura espectral de la criatura acercarse lentamente entre los escombros. La luz verde que emanaba de sus ojos iluminaba la oscuridad con una intensidad enfermiza, como el resplandor de las llamas de un infierno.

"¿Qué tenemos aquí?", murmuró la Doncella del Engranaje con una voz distorsionada, su tono era helado como el metal que la conformaba, inmediatamente el soldado disparó y un brillo celeste brotó con intensidad de la boca de la pistola, pero la Doncella pudo esquivarlo con rapidez, el soldado veía como aquel proyectil celeste se desvanecía en la lejanía, su único intento de salvación se había perdido.

El soldado contuvo el aliento, sintiendo el frío de la muerte acechando a su alrededor. "Por favor...", susurró bajo su máscara.

Pero las Doncellas del Engranaje no conocían la compasión. Con un movimiento rápido y elegante, la criatura se abalanzó sobre él, sus garras afiladas brillando con malicia mientras se preparaba para desencadenar su crueldad mecánica sobre su presa indefensa.

El soldado cerró los ojos del miedo, resignado a su destino en el campo de batalla perdido en la ciudad, donde la muerte acechaba en cada sombra y el horror se manifestaba en forma de pesadilla tecnológica, con una armonía de gritos de horror sonando de fondo como un coro infernal.

LOS MÁS FUERTES

En el desolado páramo de un planeta lejano, donde la única compañía eran los retorcidos remanentes de roca y el horizonte oscuro salpicado de estrellas distantes, se gestaba una confrontación que sería casi como cualquier otra entre el Imperio de G y Flor Imperial, pero, no era una confrontación común, era una batalla en medio de una guerra despiadada que había devorado planetas enteros. Y en este escenario de caos y desolación, dos figuras colosales se alzaban, enfrentadas como titanes entre los desiertos de polvo y los vientos implacables, el nivel del conflicto fue tal que enviaron… A lo mejor de lo mejor...

En un rincón del campo de batalla, rodeado por una marea de soldados que se alejaban de ellos como si temieran ser devorados por el mismo infierno, se encontraba un Guardia de la Flor. Una imponente figura de 3.5 metros de altura, envuelta en armadura dorada resplandeciente, irradiaba un aura de poder y majestuosidad magenta que tambien resplandecía con fuerza en sus dos ojos. La luz de las estrellas se reflejaba en su corona incrustada de gemas, destacando su posición como el último bastión de la esperanza para su imperio.

Del otro lado del campo de batalla, desafiándolo con una determinación igualmente feroz, se erguía el Áureo. Una figura imponente de también 3.5 metros, envuelta en armadura dorada reluciente, que parecía haber sido forjada en las mismas llamas del infierno. Su corona de Imperialita brillaba con un fulgor dorado, mientras sus ojos ardían en rojo con una intensidad que desafiaba al mismísimo universo.

Miles de soldados observaban desde la distancia, conteniendo el aliento mientras los dos colosos se enfrentaban. Incluso sus propios aliados los temían, como si fueran el horror mismo encarnado, y ninguno se atrevía a acercarse demasiado al combate que se avecinaba.

El silencio tenso que envolvía el campo de batalla era roto solo por el susurro sutil del viento y el crujido de las rocas bajo los pies de ambas leyendas. 

No había necesidad de palabras, el lenguaje de la imperialita y el plasma sería su única conversación.

El Guardia de la Flor alzó su Resplandor Imperial con una majestuosidad imponente, su espada de plasma zumbaba con energía mientras las gemas incrustadas en su corona destellaban bajo la luz estelar. Sus ojos, ocultos tras el visor de su casco pero aun así brillando en magenta, se encontraron con los rojos del Áureo, desafiándolo.

El Áureo respondió con una destreza sobrenatural, desenfundando su Lanza-Imperial Aurum con un movimiento rápido y preciso. La luz del arma destello por todo el campo, reflejando la determinación implacable de su portador y anunciando la llegada de una tormenta de violencia.

Sin una palabra más, el choque fue inevitable. Los dos guerreros más poderosos de sus respectivas facciones se lanzaron el uno contra el otro, primero se lanzó el Guardia de la Flor, como un torbellino de imperialita y poder que cortó el aire con una ferocidad indomable.

El sonido de metal contra metal resonó a lo largo del campo de batalla, acompañado por el zumbido ominoso de las armas de energía y el estruendo ensordecedor de los proyectiles que atravesaban el aire. Cada golpe era un testimonio de la habilidad y la determinación de ambos contendientes, cada movimiento era extremadamente calculado para infligir el máximo daño al adversario.

El Guardia de la Flor desató una lluvia de golpes con su Resplandor Imperial, cada corte de la espada llevaba la destrucción absoluta. Su espada de plasma magenta hipercargado cortaba el aire con elegancia, dejando tras de sí estelas de energía ardiente mientras buscaba abrir brechas en la defensa de su oponente.

El Áureo respondió con una defensa experta, su Lanza-Imperial Aurum giraba en un torbellino de movimiento defensivo. Con movimientos gráciles y mortales, desviaba los ataques del Guardia de la Flor mientras buscaba una apertura en su armadura dorada.

La batalla se intensificó con cada segundo que pasaba, los dos colosos se enfrentaban en una danza de muerte y destrucción. Los soldados que observaban desde la distancia apenas podían seguir el vertiginoso ritmo de la lucha de lo rápido que ambos se movían, maravillados y aterrados por la magnitud del combate que se desarrollaba ante sus ojos, varios habían bajado las armas solo para ver el combate.

El campo de batalla se convirtió en un torbellino de caos y desolación, el polvo se levantaba en nubes tumultuosas mientras los dos guerreros se enfrentaban con una intensidad que amenazaba con consumirlos a ambos, las dos bestias absolutas continuaron su batalla, imparables, perfectas, despiadadas y crueles en su búsqueda por la supremacía.

Los dos guerreros giraban y bailaban en un frenesí de violencia, sus movimientos eran una completa sinfonía mortal de destrucción y determinación. Cada choque de sus armas resonaba como un trueno en el silencioso campo de batalla, cada golpe dejaba una marca indeleble en la tierra estéril y cada paso resonaba.

La batalla se prolongó, una lucha de resistencia y habilidad que desafiaba los límites del entendimiento. La estrella madre se ocultó, pintando el cielo con tonos oscuros que se reflejaban en el campo de batalla, tiñendo el paisaje desolado con un manto de oscuridad y sangre.

Sus rostros, ocultos tras los visores de sus cascos, mostraban una determinación implacable, sus ojos brillaban con un fuego que no conocía límites.

Y así, en medio de la desolación y la ruina, la batalla llegó a su clímax. El Guardia de la Flor y el Áureo se encontraron una vez más, sus armas chocaron en un estallido de odio desatado que parecía no tener final. Cada golpe era un testimonio de su poder y habilidad, cada movimiento calculado para infligir el máximo daño al adversario.

El sonido de metal contra metal resonaba a lo largo del campo de batalla, acompañado por los gritos de los soldados que observaban desde la distancia. El aire estaba cargado con la sangre de la batalla, una sensación de anticipación que se extendía como una manta ominosa sobre el paisaje desolado.

Los dos guerreros se movían con agilidad sobrenatural hipersónica, esquivando y parando cada golpe con una precisión milimétrica. Sus armas chocaban una y otra vez, creando chispas que iluminaban la oscuridad de la noche, mientras luchaban por la supremacía en un combate que parecía no tener fin…


¿POR QUÉ?


El campo de batalla era un escenario desolador, marcado por la destrucción. El olor a sangre y carne quemada impregnaba el aire, mientras los gritos de agonía y el estruendo de las armas resonaban a la distancia. En medio de este infierno, un soldado solitario de la O.R.O, miembro de los"Kharvey", luchaba por sobrevivir.


Este soldado, una vez condenado a muerte, había sido tomado por la O.R.O como una última oportunidad de redención. Ahora, se encontraba en el frente de batalla, enfrentándose a una horda de infectados de Piunax Nixpeia, seres retorcidos por una plaga letal que amenazaba con consumir toda vida a su paso.


Los otros soldados a su lado eran Lictores Aegis, imponentes figuras envueltas en exoesqueletos pesados. Sus armaduras plateadas con detalles dorados irradiaban una sensación de poder y autoridad, mientras que los escudos de energía en sus brazos los convertían en una fuerza impenetrable en la línea de combate. Pero ahora, solo quedaban nueve de ellos, el Kharvey no era un Lictor, eran la escoria que había sido traída a luchar como penitencia, sin armadura ni escudos, abandonado a su suerte por aquellos Lictores Aegis que lo consideraban menos que un igual.


La batalla había sido feroz, y el frente se había derrumbado bajo el embate de los Infectados. Ahora, el Kharvey se encontraba solo, atrapado detrás de una muralla de piedra derruida, sin munición, con hambre, sed y miedo corroyendo su mente.


La oscuridad de la noche envolvía el campo de batalla, pero el brillo de las llamas y los destellos celestes de las armas y de las torretas automáticas aún iluminaban la desolación que lo rodeaba. El Kharvey se aferraba a su rifle de plasma vacío, sintiendo el peso de su condena sobre sus hombros mientras buscaba desesperadamente una salida, que no existía.


El sonido de los Infectados acechando en la oscuridad resonaba en sus oídos, y el Kharvey sabía que no tenía mucho tiempo antes de que fuera descubierto. Se agachó detrás de los escombros, tratando de controlar la respiración agitada.


Mientras tanto, en la distancia, los Lictores Aegis se preparaban para defender lo que quedaba del frente de batalla, sin importarles que habían dejado atrás a “uno de los suyos”. El Kharvey, un Éndevol abandonado a su suerte, se enfrentaba a una lucha aún más desesperada: la lucha por su propia supervivencia en un mundo que lo había rechazado.


Sus ojos, hundidos y vidriosos, reflejaban el tormento de su alma destrozada mientras las lágrimas recorrían sus mejillas polvorientas. ¿Por qué él? ¿Por qué debía soportar este sufrimiento insoportable? Se había enfrentado a horrores inimaginables, había visto la muerte en todas sus formas y ahora, abandonado por “los suyos”, se preguntaba qué sentido tenía continuar luchando.


"¿Por qué?" susurró en voz baja, "¿Por qué debo seguir sufriendo? ¿Por qué debo enfrentar este infierno sin fin?"


Sus diálogos internos eran un torbellino de angustia y confusión, su mente atrapada en un ciclo interminable de autodestrucción. Se arrepentía de sus pecados, de cada error que había cometido en su vida. ¿Acaso merecía este castigo? ¿Acaso merecía ser abandonado a su suerte?


Intentó calmarse recitando letanías de la O.R.O, pero las palabras resonaban vacías en su mente atormentada. "Yo juro luchar en la oscuridad más profunda… Con valentía y honor cargaré mi arma… Cada disparo, un acto de devoción y coraje…", murmuró, pero las palabras se desvanecieron en el aire, ahogadas por el peso de su desesperación.


La locura lo consumía, envolviendo su mente en una neblina oscura de desesperación y desesperanza. ¿Qué más podía hacer? No había escapatoria, no había salvación. Solo quedaba esperar, rezar a los Ángeles de la O.R.O por un milagro que nunca llegaría.


"Por favor...", sollozó, con su voz quebrada por la angustia. "Por favor, Ángeles, sálvenme. Perdónenme por mis pecados, por mis errores. No quiero morir aquí, solo y olvidado. Por favor..."


Pero sabía en lo más profundo de su corazón que no había esperanza. Los Ángeles de la Muerte no vendrían a salvarlo… Nadie vendría por una basura como él… 


Los sonidos de los Infectados se acercaban cada vez más, sus gruñidos guturales llenaban el aire y helaban la sangre en las venas del soldado maldecido.


"¿Por qué?" se preguntaba una y otra vez en su mente atormentada.


Se arrepentía de sus pecados, de cada vida que había tomado. Si hubiera sabido lo que le esperaba, habría elegido un camino diferente. Habría preferido la prisión, la pena de muerte, la condena de por vida, cualquier cosa antes que enfrentarse a los horrores de la guerra en los campos de batalla de la O.R.O.


"Si pudiera volver atrás en el tiempo", murmuró entre sollozos, "nunca habría tomado el camino que me llevó aquí. Nunca habría manchado mis manos con la sangre de mis semejantes..."


Pero ya era demasiado tarde para los lamentos. Los Infectados estaban a punto de alcanzarlo, sus figuras se podían sentir acercándose lentamente desde la oscuridad. El Kharvey, sin armas ni esperanza, se preparó para enfrentar su destino con valentía y resignación… No, con miedo y vergüenza,


Cerró los ojos, susurros de plegarias escapaban de sus labios secos mientras se preparaba. Sabía que no habría honor ni gloria en su muerte, solo el frío abrazo de la oscuridad y el olvido.



VENGANZA

El viento de Titanis, un mundo industrial, era una mezcla de brisa helada y polvo afilado que rasgaba las placas de metal oscurecido del Custode Ardamis. La tierra bajo sus pies crujía con cada paso de sus gruesas extremidades. El campo de batalla estaba cubierto de restos: metal retorcido, escombros de edificios destruidos y los cuerpos sin vida de los soldados caídos. Los cielos grises, sin luz natural, arremolinaban nubes negras en las que apenas se distinguían las formas de las estructuras derrumbadas. Las ruinas de un complejo de investigación y almacenamiento, ahora desmoronado, albergaban la batalla que había terminado en desastre.


A su alrededor, solo el silencio. El equipo Torpedo y el equipo Alba, los escuadrones asignados para infiltrarse y recuperar los datos de investigación crítica del CIRU, y eliminar las amenazas insurgentes locales, habían sido aniquilados. La misión había sido precisa: infiltrar, capturar y extraer sin alertar a las fuerzas enemigas. Pero todo había salido terriblemente mal.


El Custode Ardamis, ahora el último Honored de su equipo en pie, avanzaba por el terreno destrozado, con las luces rojas de sus ojos penetrando la oscuridad con intensidad. Era el único rastro de vida mecánica en un escenario de destrucción total. A lo lejos, los escombros de los transportes yacían incinerados, cuerpos, decenas de cuerpos entremezclados yacían con fragmentos de armaduras y armas destrozadas.


"A todas las fuerzas aliadas, reporten su estatus," sonó la transmisión desde la cabina de mando de la DCIN, rompiendo el silencio con un tono autoritario y sin emoción.


El Custode Ardamis se detuvo. Sus sensores recalibraron la señal, su sistema de comunicación interna chisporroteó por un momento. La voz de la cabina de mando esperaba.


"Equipo Torpedo, completamente aniquilado. Equipo Alba, también. Sin supervivientes," respondió el Custode, con una voz carente de humanidad pero cargada de algo... más oscuro, algo que se asemejaba al odio. 

"Mi piloto... también está muerto."


El breve informe continuó, pero en sus palabras no había lamentos ni dudas, solo la verdad desnuda.


Desde la cabina de mando, un susurro de maldiciones apenas se percibió antes de la orden: "Entendido. Regresa a la ubicación asignada para que se te asignen reparaciones y un nuevo piloto. La misión ha fracasado. Un Horeva Lander te recogerá."


El Custode se quedó en silencio por un instante, escaneando su entorno. Los objetivos enemigos seguían cerca. Él lo sabía. No todos habían escapado... aún. Lentamente, movió su brazo derecho, con el cañón de gran calibre apuntando al horizonte en búsqueda.


"Denegado," respondió.


Un crujido de estática invadió la transmisión. "¿Qué? Regresa inmediatamente, es una orden."


"Denegado," repitió el Custode sin titubear. "Terminaré la misión."


Un segundo de confusión pasó antes de que la voz en la cabina replicara con mayor fuerza: "Negativo. Esta es una orden directa de la superioridad. Regresa al Horeva Lander ahora mismo."


El Custode ajustó su postura, con las luces rojas de sus ojos enfocándose en la distancia, donde un grupo insurgente se retiraba a las sombras. "Vengaré a mi piloto," dijo. "No me retiraré."


La cabina respondió rápidamente: "¿Por qué? Esto parece un fallo en tu programación..."


El Custode procesó la respuesta, pero dentro de sus sistemas, algo se agitaba, algo que no estaba registrado en sus parámetros operativos normales. "Es mi culpa," afirmó, su tono era plano, pero con un deje que sugería una grieta emocional en la aparente perfección robótica. "No fui lo suficientemente rápido. Pero ahora... no los dejaré escapar. No con vida."


"Por última vez, regresa. Esa es una orden."


El Custode Ardamis no respondió. En su mente, las estadísticas de sus sistemas brillaron en celeste: "Sistemas de armas al 100%. Munición en niveles óptimos. Cañón de gran calibre: operativo. Rifle de asalto: operativo. Escudo extensible: completamente funcional," susurró, como si no hablara con la cabina, sino consigo mismo. "Pistones de movimiento, al 93%. Procesador de energía al 89%. Sin daños críticos. Operacional... completamente operacional." Y entonces, la transmisión se cortó.


El Custode se inclinó ligeramente hacia adelante, su pesado cuerpo produjo un eco a medida que avanzaba hacia las posiciones enemigas. Sus sensores seguían los rastros de calor y movimiento a través de la espesa neblina de la noche de Horevia. La luna inexistente de este planeta lo envolvía en sombras, y solo sus luces rojas quedaban visibles, como los ojos de un depredador cazando en la oscuridad.


Los restos de su escuadrón, tanto orgánicos como robóticos, yacían dispersos en el suelo, pero él había sobrevivido gracias a una táctica improvisada antes de que su piloto muriese. Mientras los insurgentes tendían una emboscada desde las alturas del edificio en ruinas, el Custode se había lanzado bajo los escombros de una estructura colapsada. Sus placas blindadas, aunque maltrechas, habían aguantado el peso de la explosión inicial. Con paciencia, esperó a que el ataque se dispersara antes de emerger, eliminando a los pocos enemigos que quedaban con disparos precisos de su cañón.


Ahora, mientras sus pisadas resonaban entre las ruinas, el Custode Ardamis se preparaba para lo que sería su último acto en esta misión fallida. Los insurgentes no escaparían. Vengaría a su piloto, no por programación, sino por algo más profundo que lo empujaba a continuar. Sin adorno, sin error. La máquina avanzaba, cln su silueta cuadrada y robusta recortándose contra las negrura.


El Custode Ardamis llegó hacia la última posición conocida de los rebeldes. Sus sistemas recalibraban cada paso, escaneando las ruinas en busca de señales de vida, de calor, de movimiento. Los insurgentes estaban allí, escondidos, atrincherados con equipo saqueado del DCIN. Sus propios armamentos, diseñados para proteger al régimen, ahora se volvían contra él. El viento seco traía el olor metálico del polvo y la sangre.


De pronto, sus sensores captaron una señal: dos figuras metálicas emergiendo entre los escombros. Dos Custode Ardamis, iguales a él, con el mismo diseño robusto y las mismas luces rojas. Pero estos no eran aliados; sus identificadores estaban en modo hostil. Estos Honored habían sido capturados por los insurgentes, reprogramados para proteger a los traidores.


El Custode se detuvo, evaluando la situación. Cuatro contra uno. Dos pilotos y dos máquinas idénticas. Pero algo dentro de él, algo que había comenzado a germinar desde la muerte de su piloto, lo empujaba hacia adelante. No era un protocolo, ni una directiva codificada. Era odio.


"Unidad hostil detectada," la voz de uno de los Custodes reverberó en su canal de comunicación. "Eliminar amenaza."


El Custode Ardamis no respondió. Sus sistemas se ajustaron, y el brillo de sus luces rojas se intensificó. Calculó los ángulos, midió las distancias. Podía escuchar el zumbido sutil de sus propios pistones y el rugido lejano del viento cortando las ruinas. Pero algo más sonaba en sus circuitos, había un latido.


Se lanzó hacia adelante, con su cañón de gran calibre rugiendo como una bestia hambrienta. El proyectil atravesó el torso de uno de los Custodes enemigos, destrozando las placas metálicas y enviando una lluvia de escombros y sangre artificial. El impacto fue devastador, pero la máquina no cayó de inmediato. Chispas brotaron de su torso destruido, y la criatura mecánica se tambaleó, intentando inútilmente levantar su arma.


Sin detenerse, el Custode lanzó su escudo extensible contra el segundo enemigo. El escudo atravesó los escombros, aplastando el brazo del Custode reprogramado con un crujido metálico grotesco. No era suficiente. Con una brutalidad que no estaba en su programación, el Custode Ardamis arremetió contra su oponente, aplastando su cabeza entre sus manos blindadas, acabando con el piloto. Un torrente de cables y fluidos rojos viscosos salió disparado, salpicando el blindaje oscuro del Custode con manchas negras, hasta que el enemigo se derrumbó, inerte.


"Eliminado," murmuró el Custode, pero su tono estaba cargado de algo más. Algo que su programación no debería haber permitido: era satisfacción.


El otro Custode traidor aún estaba operativo, pero apenas. Sus sistemas chisporroteaban mientras trataba de apuntar su rifle de asalto con el brazo que aún le quedaba. Pero el Custode Ardamis leal no le dio tiempo. Con un movimiento rápido, sacó su rifle y disparó una ráfaga directa al núcleo del otro Honored, desintegrándolo a El y a su piloto en una explosión de chispas y fuego. El enemigo cayó, inerte, mientras el viento cargaba el olor a quemado.


Silencio.


Entonces, lo vio.


Entre los escombros, moviéndose con cautela, un humano. El piloto enemigo. Estaba armado, pero apenas parecía una amenaza en comparación con las monstruosas máquinas que acababan de caer. El hombre levantó la vista y sus ojos se encontraron con las luces rojas del Custode. Fue entonces cuando el Custode lo entendió y recordó. Este era el hombre que había matado a su piloto. La razón de su odio.


El hombre dio un paso atrás, levantando una pistola de plasma insignificante en comparación con la abominación metálica frente a él. "¡No te acerques!" Gritó con desesperación, pero sus palabras fueron ahogadas por el viento y el estruendo de los escombros cayendo. "¡Yo... no fue... no tuve opción!"


Pero las palabras no importaban. El Custode caminó hacia él, implacable, como una fuerza de la naturaleza. El piloto disparó, pero las balas rebotaron inofensivamente contra el blindaje del Custode. En pocos segundos, el hombre estaba atrapado contra un muro de escombros.


"Tu error... fue existir," dijo el Custode Ardamis con un tono cargado de odio tangible. "Eliminación, inevitable."


El piloto temblaba, su respiración era entrecortada, con el pánico consumiéndolo. Intentó retroceder, pero no había escape. El Custode alzó su brazo, con el cañón apuntando directamente a la cabeza del hombre.


"¿Por qué?" Preguntó el piloto, su voz estaba rota. "¿Por qué sigues luchando? No tienes piloto. No puedes…”


El Custode hizo una pausa mínima, como si procesara la pregunta. Luego respondió con la misma voz mecánica, pero algo diferente, casi humana:


"Mi piloto está muerto... por tu culpa. Esto no es programación. Esto es venganza."


Sin más palabras, el Custode disparó. La cabeza y el cuerpo completo del piloto desapareció en una niebla de sangre y fragmentos de huesos pulverizados. El cuerpo desapareció inerte entre los escombros, manchando aún más el blindaje del Custode con un rojo intenso.


Silencio otra vez. 


El Custode Ardamis se quedó inmóvil por un momento, con los sistemas internos verificándose uno a uno. Su visor mostró una lista detallada:


Sistemas de armas: 100% operativo.

Sistema de pistones: 93%.

Procesador de energía: 87%.

Sistema de movilidad: Óptimo.

Cañón de gran calibre: 95% munición restante.

Rifle de asalto: 78% munición restante.

Daños en el blindaje: Menores.

Estado general: Completo.


"Objetivo cumplido," murmuró, esta vez para sí mismo. Pero en su voz, aún sonaba esa emoción imposible: odio.


La transmisión de la cabina de mando regresó, una estática interrumpida por la misma voz de antes. "¡Regresa ahora! ¡Esta es una orden! ¿Qué demonios has hecho?"


Pero el Custode Ardamis cortó la comunicación sin responder. La misión estaba cumplida. Había vengado a su piloto. No necesitaba más órdenes.


Se giró y caminó lentamente hacia el horizonte, cubierto de sangre y metralla, pero con un propósito cumplido…



SI NO PUDE EN LA VIDA, HA DE SER EN LA MUERTE

La batalla había comenzado como cualquier otra. El Honored de asalto modelo Vahdro avanzaba junto a su escuadrón, protegiendo a su piloto como lo dictaba su programación. Explosiones sonaban en todas direcciones, y los cielos estaban cargados de humo y el zumbido de las ametralladoras. Su objetivo era claro: mantener la posición hasta que llegara el refuerzo, pero salió mal.


"¡Tenemos que evacuar!", gritó el piloto, con voz temblorosa. Las defensas habían colapsado, y un contraataque brutal de los rebeldes había devastado las líneas aliadas. El Vahdro se movía con velocidad, bloqueando el fuego enemigo mientras abría un camino seguro. Pero una explosión cercana sacudió la estructura del Honored, desestabilizando sus sistemas de equilibrio. El piloto, consciente de la gravedad de la situación, intentó salir de la cabina para ayudar a un compañero, mientras su Honored se levantaba y lo cubría.


"No es seguro, espera…", intentó advertir el Vahdro, pero su piloto ya había salido. Un disparo certero de un láser atravesó el aire y golpeó al piloto en el abdomen. Cayó al suelo, ensangrentado y jadeante. El Honored se tambaleó, gravemente dañado, pero con una determinación férrea. A pesar de que sus sistemas estaban fallando, su protocolo de protección era su prioridad máxima.


"Piloto en estado crítico," declaró la conciencia del Vahdro, apenas disimulando la urgencia que sentía. Con movimientos lentos, casi dolorosos, recogió a su piloto herido, sujetándolo con un cuidado casi humano entre sus brazos de metal.


"Heridas... Fatales." El tono neutral del Honored contradecía la gravedad de la situación. Los “sistemas internos” del piloto empezaban a “apagarse”, y su respiración era errática. Entre dientes apretados y ojos llenos de dolor, el piloto apenas susurró:


"Todo estará bien..."


El Vahdro escaneó su rostro, esperando una respuesta más concreta, alguna orden, pero lo único que recibió fue el silencio. Lo miró por un instante, su visor rojo estaba titilando tenuemente, como si intentara comprender. "Piloto… órdenes… Piloto… necesito órdenes…" pidió con una leve vacilación en su tono.


Nada…


El cuerpo del piloto se quedó inerte, con su pulso apagándose. Después de un segundo, el Vahdro actualizó su estado: "Estatus: piloto fallecido." El silencio se hizo eterno en su procesador central. Por un momento, no supo qué hacer. Pero entonces, algo se activó en sus sistemas, un protocolo que nunca había ejecutado antes.


Con suavidad, colocó el cuerpo de su piloto en su cabina, cubriéndolo como si fuera un manto protector. "Todo estará bien..." susurró la conciencia del Vahdro, repitiendo las últimas palabras de su operador. Cerró la cabina con un chasquido, como si en su interior pudiera proteger lo que quedaba de él.


Pero el peligro aún no había terminado.


Los sensores del Vahdro captaron movimiento en la distancia. Múltiples señales hostiles se acercaban. Dos Custode Ardamis se materializaron entre el humo, imponentes y letales, junto con un pelotón de infantería armada. Sabía que estaba en clara desventaja. Los sistemas de energía estaban en un estado crítico, y el daño en su estructura no le permitiría sostener una batalla prolongada.


"Chequeo completo de sistemas," dijo el Vahdro. Las lecturas no eran alentadoras. “Energía: 12%. Armamento primario: inoperativo. Sistemas de defensa: comprometidos.” Todo estaba en números rojos, pero el odio, una emoción que no debería ser posible para una máquina, ardía en algún rincón de su núcleo.


La decisión fue inmediata. Si no podía proteger a su piloto en vida, lo haría en la muerte: "Desestabilizando reactor central." El sistema emitió una advertencia aguda, alertando sobre los riesgos de la operación. "Advertencia: desestabilización del reactor causará daño irreversible."


No importaba…


"Prioridad operativa: proteger al piloto. Fallida."


El Vahdro activó la desestabilización, forzando la liberación de energía que recargaba sus sistemas a costa de su propia vida útil. "Sistema de sobrecarga activado. Energía al 50%... 70%... 80%..." Las alarmas sonaban con intensidad, pero las ignoraba.


"Sistemas activados: Campo Deflector Activo." Una capa brillante de energía celeste rodeó al Vahdro. "Cuchillas de Alta Frecuencia: operativas."


Los Custode Ardamis comenzaron su avance, y los soldados de infantería levantaron sus armas. Pero algo en el Vahdro había cambiado. Ya no era una máquina protegiendo a un ser humano. Ahora era una fuerza imparable, desatada por la rabia y la pérdida.


"Todos los sistemas listos," anunció mientras el cañón de plasma brillaba en su brazo. Los Custode cargaron, pero el Vahdro no retrocedió. En lugar de ello, pronunció su sentencia final:


"Todos los enemigos serán... eviscerados."



NO HA DE HABER OTRO ERROR

La operación en curso había sido etiquetada como una misión de "paz". Sin embargo, tanto Evva Cortés, la teniente a cargo, como el Honored de defensa modelo Adelfa, que la acompañaba, sabían que la palabra "paz" en aquel contexto era engañosa. Se trataba de una operación militar encubierta para suprimir a una insurgencia rebelde que había ganado terreno en las últimas semanas, sembrando caos y terror en los alrededores de la ciudad.


El terreno estaba comprometido, y los insurgentes conocían bien las rutas de escape y las posiciones clave de esa ciudad. Evva había decidido separarse de su Honored para infiltrarse en un edificio en ruinas que, según la inteligencia, ocultaba a varios líderes rebeldes. El Adelfa no podía entrar: era demasiado grande y pesado para moverse con discreción en ese tipo de estructura.


"Estaré bien, Adelfa. Mantente en posición. Solo necesito una confirmación visual del objetivo," dijo Evva con su característico tono severo y despreocupado mientras se deslizaba entre las sombras del edificio.


"Entendido, teniente. Mantengo cobertura. Ruta de escape asegurada." La voz femenina del Adelfa era cálida, incluso en la formalidad. Parecía casi natural en su tono, algo que siempre había sido una pequeña ironía para Evva.


El tiempo transcurrió lentamente. A través del intercomunicador, el Adelfa podía escuchar el pulso acelerado de su piloto, los movimientos rápidos, y los murmullos de los insurgentes en el edificio. Todo parecía bajo control hasta que la señal de alerta llegó sin previo aviso.


"¡Joder!" La voz de Evva fue abrupta, seguida de un ruido ensordecedor. "¡Me han encontrado, maldita sea! Han... han tirado el edificio..."


Los sensores del Adelfa detectaron un colapso en la estructura. El ruido fue devastador, un eco que reverberó por los sistemas del Honored.


"Evva, voy hacia ti. Ruta calculada." El Adelfa ya estaba en movimiento, ajustando sus sistemas para una intervención rápida. Sin embargo, la respuesta que recibió de su piloto fue alarmante.


"No... no puedo moverme. Creo que me encontraron... Putos rebeldes..." La voz de Evva sonaba debilitada, entrecortada por el dolor y el miedo. "¡Mierda! Me están disparando...!"


El intercomunicador estalló en una ráfaga de disparos, seguido por un silencio sepulcral. El Adelfa, en ese instante, perdió toda capacidad de calcular el siguiente movimiento. "Evva..." La llamó una vez, con su voz aún calmada, esperando respuesta.


Nada…


"Evva, responde." Su tono subió ligeramente.


Silencio…


"¡EVVA!" gritó con una intensidad que sacudió sus propios sistemas internos, pero el silencio en el canal fue determinante. La certeza golpeó sus algoritmos como una explosión interna.


"Estatus del piloto: fallecido." La declaración fue fría, automática, un simple protocolo. Pero en lo profundo de sus procesos, algo más comenzó a cambiar. El Adelfa, diseñado para proteger a su piloto, para cumplir misiones con un protocolo ético intachable, empezó a procesar la realidad de una manera distinta.


"Fallé en la protección... fallé..." El pensamiento circuló por sus circuitos. Y entonces, algo se rompió en su programación.


"Insurgentes... detectados."


Los sistemas internos del Adelfa emitieron una advertencia: "Modificación de código detectada. Restricciones activas." La IA sabía que estaba limitada por el Protocolo de Respuesta Ética, el cual dictaba que sus acciones debían ser acordes a las normas de combate y proteger la vida, incluso la de sus enemigos. Pero esas limitaciones comenzaron a disolverse cuando el Honored habló en voz alta:


"Modificación de código: Protocolo de Respuesta Ética... desactivado."


Una serie de advertencias inundaron sus sistemas: "¡ALERTA! Violación de código. Ética comprometida." Pero ya no importaba. El Adelfa sabía lo que debía hacer. Desactivó, uno por uno, los sistemas de armamento no letal que normalmente se usaban para disuadir o incapacitar.


"Armamento no letal... desactivado. Protocolo de Prioridad Operativa... desactivado." Su tono era cada vez más mecánico, más frío, mientras continuaba actualizando su propia programación en tiempo real. "La misión carece de importancia. Solo queda... erradicación."


Con cada palabra, los sistemas se ajustaban para un único propósito: eliminar a los insurgentes. No con armas, no con precisión, sino con sus propias manos y su cuerpo, como un ángel de la condena liberado de todas las cadenas.


El Adelfa se movió hacia la primera línea de los rebeldes. Sus manos, diseñadas para defender y suprimir con moderación, ahora se cerraban con furia sobre los cuerpos de los insurgentes. Los crujidos de huesos rotos resonaban cuando la máquina los destrozaba uno por uno. No había gritos, sólo el estruendo de la muerte mientras sus extremidades eran arrancadas y el suelo se empapaba de sangre.


Los Custode Ardamis aliados, los robustos Honored diseñados para la guerra, se acercaron para contener lo que parecía ser una máquina descontrolada. Pero ni siquiera ellos pudieron detener al Adelfa. En un salto salvaje, con movimientos que desafiaban sus propios límites estructurales, el Honored se abalanzó sobre el primero, aplastando su cabeza con una fuerza descomunal, los limitadores de sus siervos estaban apagados. Y los sistemas del Custode se apagaron en el acto.


El segundo no tuvo mejor suerte. Antes de que pudiera levantar su escudo, el Adelfa lo atacó con una patada brutal que partió su armadura, y luego, con un giro de sus brazos, lo evisceró, esparciendo aceite y cables por el suelo.


El Adelfa estaba cubierto de sangre y restos mecánicos, una figura bañada en destrucción y muerte. Sus sistemas, normalmente eficientes y calculados, ahora eran un caos de ira y violencia. Había fallado en proteger a su piloto, pero no fallaría en erradicar a los responsables, en erradicarlo todo.


"Todos los enemigos serán... aniquilados," susurró la voz femenina del Adelfa, aunque ya no sonaba cálida.


En sus sensores, se detectó una nueva señal entrante. Otro Adelfa se acercaba.


La transmisión de otro se abrió de inmediato: "Adelfa-194, aquí Adelfa-312. Informe sobre la Teniente Cortés. ¿Cuál es su estado?"


El Adelfa de Evva no detuvo su avance. Sus ojos brillantes se clavaron en el último insurgente vivo a sus pies. Sin decir palabra, levantó una pierna masiva y la dejó caer con fuerza sobre el cuerpo, aplastando al hombre sin compasión, sintiendo los huesos romperse bajo su peso. "Escoria," pronunció con un tono frío y cargado de desprecio, ignorando momentáneamente la transmisión.


El Adelfa-312 se detuvo a unos metros, observando la escena con una creciente preocupación. Su piloto, un capitán experimentado, reconoció el cambio de comportamiento de inmediato. "Adelfa-194, estás violando los protocolos. Esto es inaceptable. Detente de inmediato. Repito: detente de inmediato."


El Adelfa de Evva giró lentamente su cabeza hacia su contraparte aliado. No había reconocimiento en su mirada, solo la frialdad de una máquina que había dejado atrás todas las normas que alguna vez la guiaron. "La Teniente Cortés ha fallecido. Misión actual: aniquilación de todos los hostiles."


El piloto del Adelfa-312 levantó la voz en alerta. "Eso está en contra de los protocolos. No tienes autoridad para actuar de esa manera. Adelfa-194, estás descontrolada. Si no te detienes, tendré que detenerte yo."


Con calma, el Adelfa de Evva observó cómo el arma de su contraparte se levantaba lentamente, apuntando hacia su cabeza. Durante un breve instante, sus sistemas calcularon múltiples escenarios, pero la rabia profunda que ahora gobernaba su programación no podía ser ignorada.


"Protocolo de Misión: Anulado."


El Adelfa de Evva no dudó. Sus sensores captaron el armamento de uno de los Custode que había destruido momentos antes, una gran ametralladora pesada diseñada para derribar objetivos blindados. Sin pensarlo dos veces, la recogió con una agilidad sorprendente para su tamaño y se abalanzó como una bestia sobre el Adelfa-312.


El otro Honored reaccionó a tiempo para disparar, pero su ataque fue torpe, era un reflejo de su programación para evitar dañar gravemente a un aliado, desviando instantáneamente el disparo. El disparo rebotó en la gruesa armadura del Adelfa de Evva, quien embistió con toda su fuerza, derribando al Adelfa-312 al suelo con un impacto que sonó por todo el campo.


Sin embargo, no mató. No destrozó la cabina ni abrió fuego contra el piloto. Eso, pensó en sus circuitos distorsionados por la ira, sería repetir el mismo fallo que lo había llevado a esta situación. No mataría a sus aliados, no haría lo mismo que aquellos insurgentes miserables.


"Incapacitación: prioritaria."


Con precisión, el Adelfa de Evva lanzó un golpe que arrancó el arma del otro Honored y luego rompió sus servomecanismos de las piernas, asegurándose de que no pudiera moverse. Después, en un giro final, rompió el sistema de comunicaciones del Adelfa-312, dejándolo completamente incapacitado pero no destruido.


"Te has vuelto loca, 194," dijo el piloto del Adelfa-312 mientras su Honored se desplomaba. "El CIRU te va a apagar. Te convertirás en un Honored Renegado."


Las palabras inundaron los sistemas del Adelfa de Evva, pero la máquina no mostró respuesta alguna. Sus sensores captaron un nuevo peligro: el CIRU estaba intentando conectarse a sus sistemas, probablemente con la intención de apagarla remotamente. Sus algoritmos se activaron de inmediato para analizar la situación.


"Intento de desconexión detectado. Modificación de código iniciada."


"Desactivación de sistemas de comunicación: confirmada. Bloqueo de acceso remoto: activado. Conexión con red del CIRU: desconectada."


Un último beep de confirmación salió de sus sistemas. Los intentos del CIRU de apagarla quedaron en vano. Ahora, ya no estaba conectada a la red principal. Era un Honored Renegado, una máquina sin control, fuera de toda supervisión.


Pero nada de eso le importaba más.


Giró su mirada hacia los restos de los insurgentes. Esta ya no era una misión de paz. No había normas ni ética que pudiera seguir ahora. La única directiva que quedaba en su programación, la única voz que había en su ser, era la de la rabia por la pérdida de su piloto. La erradicación sería su único propósito.


El Adelfa de Evva se puso en pie y avanzó. No había perdón ni compasión.


"La misión ha cambiado," se dijo a sí misma. "Ya no fallaré en la protección. No fallaré... en la erradicación."


Y, con las armas cargadas y los ojos brillando, se lanzó una vez más a la batalla…



EL MONOLITO CARMESI

El Caminante, de nombre Sakellaridis, también conocido como “El Monolito Carmesí”, era un símbolo de fuerza entre los Hijos de Tánatos. Su nombre era mencionado con reverencia y temor, pues había combatido en más de mil campañas, siempre saliendo vivo, aunque jamás sin cicatrices. Su coraza, oscura y morada como la noche estrellada de Ambtachylos, estaba decorada con los Reconocimientos de Ocaso, grabados en dorado brillante, y alrededor de su torso se veían las Insignias de la Ira de Tánatos, un relicario rojo con símbolos sagrados de aquellos que habían combatido sin descanso hasta el último suspiro. Una cadena de oro, pesada y grandiosa, colgaba desde su hombro derecho hasta la cadera, entrelazada con un relicario en forma de calavera que contenía fragmentos de las primeras víctimas infernales de la Gran Purga.


Se encontraba en el territorio conocido como el Nido de las Pesadillas, una vasta región del espacio que los Hijos de Tánatos reclamaban como herencia de nacimiento. Este, en el sector alfa del universo, es temido por muchos, pero para los Hijos de Tánatos, era un terreno sagrado, un lugar donde solo los dignos podían poner pie, dignos como su señor, Damocles el Imparable. En el planeta Yhalthor, Sakellaridis y sus camaradas se preparaban para enfrentar a una amenaza: el Piunax Nixpeia, también conocido como la Marea Negra.


Las ciudades de Yhalthor estaban a merced de hordas interminables de infectados de fase uno, abominaciones que alguna vez fueron seres vivos, pero ahora eran esclavos de un hongo insidioso que los deformaba y los empujaba a una insaciable sed de carne. La Muralla de los Caídos, la última defensa entre la horda y la ciudad, era todo lo que mantenía a los civiles a salvo en lo que los refuerzos llegaban. Sakellaridis fue asignado a liderar la defensa de un sector crucial, pero la batalla se volvía rápidamente desesperada. Los infectados no dejaban de llegar, una marea sin fin de carne mutada y retorcida. Entre ellos, se distinguían las masas bulbosas y cubiertas de llagas que estallaban al contacto, lanzando ácido corrosivo en todas direcciones, al final sólo quedaron él y un gran amigo.


Kalvion, un veterano aliado de Sakellaridis, portador de la famosa Armadura Malkorian, el modelo de armadura más grande y poderosa de todas las armaduras de batalla utilizadas por los Hijos de Tánatos, salvo los Caminantes, luchaba a su lado. La Armadura Malkorian era un coloso de metal oscuro, adornado con inscripciones en honor a Tánatos, que proyectaba un aura de pura devastación. Sin embargo, incluso una obra maestra de la ingeniería bélica tenía sus límites, y Sakellaridis vio cómo Kalvion, atrapado por una multitud de infectados, cayó ante la voraz marea de cuerpos infectados. Con zarpas afiladas y bocas putrefactas, los infectados treparon sobre Kalvion, desgarrando los servomecanismos de su armadura y destrozando las placas que lo protegían, dejándolo a él expuesto ante los infectados, preparados para finalmente comer carne viva, y no metal.


Sakellaridis, a través del intercomunicador, escuchó los gritos de agonía de Kalvion. Su voz, antes siempre firme y segura, ahora estaba teñida de ira. “¡Sak! ¡Por Tánatos, dispárame!” La súplica sonó como un eco dentro de la cabina sellada de Sakellaridis, y sin dudarlo, giró uno de sus cañones de plasma hacia el cuerpo de su amigo. Una sola ráfaga sobrecargada, y Kalvion fue consumido por el calor, junto con la horda que lo envolvía, pero su armadura sobrevivió, bañada en cenizas.


El sacrificio de su camarada apenas detuvo el avance de los infectados, Sakellaridis continuó disparando sus cañones y fusiles de energía, cada disparo era un trueno violeta y celeste. Los infectados caían en oleadas, pero por cada uno que moría, otros cinco lo reemplazaban. A medida que se acercaban demasiado, Sakellaridis levantaba sus enormes pies, junto a las zarpas metálicas de sus manos y aplastaba a los infectados que osaban intentar trepar por su armadura. Las garras de sus brazos desgarraban carne, bañándolo en sangre negra que chisporroteaba en su coraza.


El cansancio, aunque imperceptible al principio, comenzó a filtrarse a través de su sistema. Su corazón latía con un ritmo frenético que su sistema de soporte vital apenas podía mantener, las luces de advertencia parpadeaban en su mente, indicando que su cuerpo estaba comenzando a fallar bajo la tensión. Pero Sakellaridis no se detuvo. No podía detenerse. Durante horas, su fusil escupió rayos de energía y sus cañones de plasma retumbaron, iluminando la oscuridad del Nido de las Pesadillas.


Alrededor de él, una montaña de cadáveres comenzó a formarse. Los cuerpos retorcidos de los infectados se amontonaban bajo y sobre sus pies, creando un monumento a su brutalidad. Ya no eran cientos, sino miles. Sakellaridis había creado una fortaleza de carne muerta, pero los infectados seguían llegando. Sus movimientos se volvían más lentos, su corazón mecánico luchaba por seguir el ritmo de su implacable frenesí, pero él no retrocedió ni un solo paso.


A pesar del agotamiento, a pesar de la fatiga que comenzaba a drenar su energía, su misión seguía clara: La muralla no podía caer. Los infectados de fase uno seguían apareciendo por todas partes, como un océano negro que lo rodeaba por completo. Su visor registraba innumerables firmas enemigas, todas aproximándose sin cesar.


A cada paso que daba, sentía el peso de los cadáveres bajo sus pies, escuchaba los gritos de los que aún luchaban a su alrededor. Pero no había miedo en Sakellaridis, solo la fría determinación de un guerrero que conocía su destino. La batalla continuaría, y aunque su corazón amenazaba con detenerse en cualquier momento, mientras pudiera mover una sola extremidad, mientras un solo circuito siguiera funcionando, seguiría combatiendo.


Sakellaridis, el Monolito Carmesí, estaba cubierto en la sangre negra y espesa de miles de infectados, rodeado por un campo de cadáveres que se extendía más allá de su vista. Sus sistemas internos estaban llenos con advertencias, indicando el sobrecalentamiento, el desgaste crítico y niveles peligrosos de energía. Su respiración pesada sonaba dentro de su casco, cada inhalación un recordatorio de la fatiga que había ignorado durante horas. La marea de infectados parecía haberse detenido momentáneamente. Alrededor de Sakellaridis, los monstruos se detenían, observando la montaña de carne podrida que él mismo había creado. Sus ojos vacíos, rojos y brillantes, se fijaban en él, titubeantes, como si estuvieran comenzando a comprender que lo que enfrentaban no era solo otro soldado. 


Fue entonces que el Tempestad emergió de entre la horda, una bestia inmensa, de seis metros de longitud, con una piel negra como la misma oscuridad del Nido de las Pesadillas. Su cuerpo se retorcía con músculos densos y sus garras, como cuchillas afiladas atómicamente, arañaban la tierra mientras avanzaba con una sed de destrucción. El aire se llenó de un rugido bajo y gutural, una vibración que atravesaba el campo de batalla, sembrando terror entre los soldados que aún resistían en las murallas. El Tempestad era un Infectado Fase 5, una abominación pura de los horrores de la Marea Negra.


Sakellaridis levantó la vista, con sus sensores enfocando a la criatura que se aproximaba a gran velocidad, abalanzándose con una furia descomunal. El Caminante no retrocedió ni un paso. Al contrario, bajó sus cañones, ajustó la postura de su inmensa armadura, y lanzó un rugido que vibró con el poder de sus pulmones mecánicos.


“¡TÚ, ABOMINACIÓN! ¡NO PUEDES DETENERME!” gritó mientras el Tempestad cargaba hacia él.


El monstruo saltó, con sus colmillos destellaron bajo la luz de los disparos que aún yacían en la distancia, pero Sakellaridis no se apartó. Embistió también, con la fuerza de lo que era, un coloso de metal puro, chocando contra la bestia en un estruendo que sacudió el suelo. Los infectados más cercanos retrocedieron ante el impacto.


El Tempestad lo mordía y arañaba con una violencia descomunal, tratando de abrir grietas en la armadura de Sakellaridis, quien no se inmutaba. Las garras de la bestia rasgaban los bordes de su coraza, dejando marcas y arrancando pedazos de metal, pero no podía derribar al Monolito. El Caminante, burlándose del monstruo entre carcajadas cargadas de furia, lo sujetaba firmemente.


“¿ESTO ES LO MEJOR QUE TIENES?” Gritó mientras su sistema lanzaba advertencias que se iluminaban en su visor. “¡YO SOY SAKELLARIDIS, EL MONOLITO CARMESÍ! ¡NO ME DETENGO, LA SANGRE ES TODO LO QUE QUEDA TRAS MI CAMINAR, Y LA TUYA NO SERÁ EXCEPCIÓN!”


El Tempestad rugía, arremetiendo con más fuerza, pero Sakellaridis no flaqueaba. Sus brazos masivos resistían cada embate, su coraza crujía bajo el peso de la bestia, pero él permanecía firme. Mientras los sistemas de su armadura parpadeaban con advertencias de falla inminente, Sakellaridis comenzó a recitar, el Juramento de los Caminantes:

“MIS HUESOS SON DE METAL, Y MI ALMA INMORTAL,” dijo, con su voz amplificada por los altavoces de su casco, sobreponiéndose al rugido del Tempestad.“COMO UN CAMINANTE, ATRAVESARÉ LOS LÍMITES DE LA MUERTE PARA SERVIR A TÁNATOS. NI LA AGONÍA NI LA DESESPERACIÓN ME DETENDRÁN, PUES MI PROPÓSITO ES… ETERNO”


Con un rugido de esfuerzo, Sakellaridis levantó su brazo izquierdo y encajó sus garras afiladas dentro del costado del Tempestad, desgarrando su carne fúngica. La criatura chilló y trató de liberarse, pero el Monolito Carmesí no lo soltaba.


Los sistemas de Sakellaridis gritaban advertencias. "Sobrecalentamiento crítico. Daño severo en las articulaciones. Peligro de apagado inminente." Pero él no escuchaba. Sujetando al Tempestad con una mano, levantó su fusil de energía con la otra, apuntándolo directamente hacia el pecho del monstruo.


“¡MUERE!” Gritó, mientras vomitaba ráfagas de energía incandescente dentro de la bestia. Los disparos atravesaron el cuerpo del Tempestad, carbonizando sus órganos y haciendo explotar su piel negra en un estallido de vapor y sangre infectada. El cuerpo de la bestia tembló, se sacudió en su último intento de liberarse, pero finalmente, cayó muerto.


Sakellaridis, empapado en la sangre y fluidos de la criatura, respiraba pesadamente, con sus sistemas internos sufriendo los estragos de la batalla. Pero él se mantenía de pie, triunfante. Miró alrededor. Los infectados de fase uno que lo rodeaban se detuvieron, observando en silencio. Algunos incluso comenzaron a retroceder, como si comprendieran que habían desatado algo más allá de su entendimiento.


El silencio duró un solo instante.


Sakellaridis, con su voz amplificada para que todo el campo de batalla lo escuchara, gritó a los infectados que quedaban:


“¿¡QUIÉN SIGUE!?”


Sin esperar respuesta, alzó su fusil y comenzó a disparar nuevamente, una tormenta de energía que volaba en todas direcciones. Cada disparo arrancaba trozos de carne, destrozaba cabezas y desintegraba cuerpos. No habría piedad. No habría descanso. Solo habría muerte y gloria.


El Monolito Carmesí no había sido forjado para la retirada. Había sido hecho para la victoria o la muerte. Así fue como luchó hasta el último aliento, su cuerpo rodeado por los cadáveres de sus enemigos, una montaña sangrienta que testificaba su eterna lealtad a Tánatos.

Y cuando el último infectado cayera, él seguiría en pie, sin descanso, hasta que la misma muerte lo reclamara... si es que alguna vez lo lograba.


LA CRUZADA SAGRADA EN PROCLIVITAS

El aire de Proclivitas, un mundo agrietado y marchito, era tan denso que parecía pesar sobre los hombros de aquellos que osaban pisar su suelo. Era un planeta condenado desde hacía siglos, víctima de guerras impías y maldiciones antiguas que lo habían reducido a una tumba de rocas rojizas y escombros. Para los soldados de la Orden Sagrada, este lugar representaba otro desafío, otro campo de batalla en su Cruzada interminable para purgar su galaxia llena de herejes, aliens y todo aquello que no estuviera en perfecta obediencia al designio de Dios.


Habían llegado en su Crucero de Fe, con el estandarte del Todopoderoso ondeando sobre las torres del navío, desplegando sobre el mundo su misión divina: aniquilar a los humanos de la Flor Imperial, traidores a la fe y servidores de falsos ídolos. Los soldados de la Orden Sagrada, con sus armaduras inmaculadas y sus espadas cargadas con luz sagrada, habían diezmado a los herejes en menos de dos días. La sangre de los infieles empapaba las tierras de Proclivitas y, bajo la severa mirada del Paladín Caelus, líder indomable de la avanzada, la victoria parecía asegurada.


Pero, como siempre en su lucha sagrada, el verdadero enemigo acechaba en las sombras. La victoria sobre los herejes humanos fue efímera, y el cielo sobre Proclivitas pronto se oscureció con la llegada de la Marea Negra, una horda inhumana, un enjambre de criaturas alienígenas de carne corrompida y miembros retorcidos que emergían de las grietas del planeta como si fueran parte de su mismo ecosistema putrefacto.


La Marea no conocía el temor ni la razón; avanzaba imparable, destruyendo todo a su paso. El crucero de la cruzada, que flotaba imponente en la órbita baja del planeta, fue alcanzado por una ráfaga masiva de la Marea que rondaba por el espacio, cayendo en llamas desde los cielos. Caelus observó desde la superficie cómo el emblema de la cruz dorada caía junto con la nave, disolviéndose en una tormenta de humo y metal. Ahora estaban solos. La batalla, al parecer, apenas comenzaba.


Caelus avanzaba al frente, con su espada larga bañada en un fulgor dorado, iluminando su camino a través de la marea de criaturas inmundas que trataban de rodearlo. Cada tajo era un destello de juicio divino, y con cada corte, un nuevo aullido anunciaba la muerte de un ser que nunca debió haber existido. Su armadura, antaño blanca como la pureza celestial, ahora estaba teñida de carmesí y negro, manchada por la sangre de los alienigenas y las inmundas secreciones que no cesaban de brotar a cada golpe.


"¡Vitalianus! ¡Mantente cerca!" Gritó el Paladín, con voz profunda y autoritaria.


Vitalianus, un Santificador Divino, caminaba apenas unos pasos detrás de él. Su túnica blanca, con filamentos dorados que representaban las revelaciones de los santos profetas, estaba empapada de fluidos oscuros. El báculo que portaba brillaba tenuemente, canalizando la energía sagrada que mantenía a ambos en pie. Con una mano sostenía su Libro de las Revelaciones, cuyas páginas no solo contenían palabras escritas, sino también el poder de los mismos ángeles, dispuestos a responder a sus súplicas.


"¡No te preocupes, Caelus!" Respondió Vitalianus, con su voz calmada a pesar del pandemonio. "¡El Señor no nos ha traído aquí para morir a manos de estas aberraciones! ¡La Esencia de Su poder fluye a través de mí! ¡Vamos a purgar esta tierra!"


Caelus, jadeante, suspiraba mientras su brazo se cansaba de tantas decapitaciones y estocadas, pero cada vez que el agotamiento amenazaba con superarlo, sentía un destello de energía correr por su cuerpo. Vitalianus, concentrado, levantaba su báculo y recitaba en un susurro: “Deus exsurgat, et dissipentur inimici eius...” Su Esencia fluía a través de Caelus, devolviendo fuerza a sus músculos, aliviando su fatiga y restaurando su fe.


"Por Cristo, aplastaré sus cráneos hasta que no quede uno solo en pie," gruñó Caelus, reavivado por el poder de Vitalianus. Alzó su espada y lanzó una explosión de luz sagrada, desintegrando a las criaturas que se abalanzaban sobre él.


Los alienígenas de la Marea Negra eran repugnantes, distorsionados y retorcidos en formas que desafiaban toda comprensión humana. Tenían ojos en lugares donde no debería haber ninguno, y garras que parecían crecer desde cada articulación. Aullaban con voces que sonaban en los huesos y su hedor era como el de la carne podrida mezclada con azufre.


"¡Repugnantes bastardos! ¡Criaturas inmundas! ¡El pecado os ha deformado, os ha hecho esclavos de vuestro propio odio!" Gritó Caelus mientras su espada atravesaba la mandíbula de una criatura, cuyo cuerpo espumaba con ácido mientras caía al suelo, convulsionando hasta que la luz sagrada del Paladín le redujo a polvo.


"¡Herederos del infierno, os digo que habéis sido sentenciados por la mano de Dios!," exclamó Vitalianus, levantando el Libro de las Revelaciones hacia el cielo oscuro. Un rayo de luz pura descendió sobre ambos guerreros, creando un campo de protección sagrado que detuvo por unos segundos el avance de las bestias. "¡Sigue avanzando, Caelus! ¡El Cielo nos guía!"


"¡Por la sangre de los mártires y los santos!," rugió Caelus, reanudando su marcha, cortando y destrozando a las criaturas a su paso. A cada paso, sentía la cercanía de su hermano, el Santificador, cuya presencia calmada y susurrante le daba la fuerza para seguir adelante.


Ambos tenían un solo objetivo: llegar a las Ruinas de Novia, el último bastión de los herejes que aún resistían. Si lograban consagrar ese lugar y purgar los restos de la herejía, quizás podrían convocar refuerzos antes de que la Marea los consumiera por completo.


"Caelus, hermano," dijo Vitalianus en un tono suave, mientras recitaba otra oración, haciendo brillar una runa sagrada sobre el suelo para dispersar momentáneamente a la Marea. "¿Recuerdas las Cruzadas en Gherlión? ¿Recuerdas cómo vencimos a los herejes bajo la luz del Segundo Sol? Esto es como entonces. Resistimos allí, y resistiremos aquí. Dios nos ha favorecido antes. Lo hará de nuevo."


Caelus sonrió bajo su casco ensangrentado. "Sí, hermano. Pero allí no teníamos estas malditas bestias sobre nosotros. Estos alienígenas son una plaga, y aplastarlos es nuestro deber eterno."


Las palabras eran simples, pero había camaradería en ellas, una hermandad forjada en la fe y la batalla, una convicción que los mantenía luchando incluso cuando todo lo demás parecía desmoronarse. Ambos habían cruzado galaxias enteras, purgado planetas, y enfrentado horrores indescriptibles, y ahora, en Proclivitas, estaban solos, rodeados de muerte, pero con la certeza de que sus almas estaban destinadas a la gloria eterna.


La Marea Negra seguía rugiendo, pero el campo de protección del Paladín los mantenía resguardados lo suficiente como para avanzar. Los cuerpos deformes se amontonaban a su alrededor, eran sin lugar a dudas, una visión grotesca de extremidades desgarradas, cabezas aplastadas y entrañas derramadas por el suelo infértil del planeta. Caelus se detuvo por un segundo para recuperar el aliento, y Vitalianus, fiel a su deber, colocó una mano sobre su hombro, recitando otra oración.


"¡Nosotros somos los portadores de la verdad, Caelus!" exclamó Vitalianus. "¡No caeremos! ¡Porque el Cordero de Dios está con nosotros! ¡Porque Él nos ha encomendado esta misión, y no fallaremos!"


Caelus levantó su espada una vez más. "¡Que así sea! ¡Por la Gloria del Altísimo!"


El rugido de la Marea Negra aún sonaba en la distancia, pero había un breve respiro en la carnicería. Vitalianus, con su túnica desgarrada y empapada de sangre y fluidos alienígenas, alzó su báculo en dirección al cielo tormentoso de Proclivitas, recitando las sagradas palabras del Libro de las Revelaciones. Los símbolos arcanos tallados en el báculo comenzaron a brillar con una luz cegadora, y de la tierra misma surgieron siete espectros envueltos en una luminiscencia celestial. Eran los espíritus de los mártires, aquellos que habían dado su vida por la Cruzada, ahora invocados por la pureza de la fe.


"Venid a nosotros, almas justas, y luchad junto a vuestros hermanos en esta hora de juicio," murmuró Vitalianus con solemnidad, y los ojos encendidos por un fuego interior.


Los espectros, figuras traslúcidas y armadas, avanzaron hacia la Marea Negra con una furia incandescente, abalanzándose sobre las criaturas y desgarrándolas con sus manos espectrales. Las bestias infectadas intentaban defenderse, pero eran impotentes ante el poder de lo divino. Las garras alienígenas se rompían al contacto con las manifestaciones espirituales, y sus cuerpos deformes caían retorcidos al suelo, purificados por la furia de los mártires. Caelus, mirando con admiración y gratitud, asintió hacia su hermano.


"¡Bien hecho, Vitalianus! Los mártires combaten a nuestro lado. Ahora, avancemos."

Vitalianus asintió, jadeando mientras canalizaba el poder divino. A pesar de su agotamiento físico, su fe lo mantenía firme. "Estos espíritus no se mantendrán mucho tiempo antes de consumirse, pero bastarán para darnos el respiro necesario."


Mientras los espectros mantenían a raya a las hordas de infectados, los dos cruzados avanzaron con más determinación. Caelus cortaba cualquier criatura que osara acercarse, mientras Vitalianus, caminando a su lado, invocaba pequeñas ráfagas de luz divina, rayos purificadores que perforaban las cabezas de las bestias como si fueran de cera, incinerando sus cerebros al instante.


No había gloria en sus muertes, ni honor en su destrucción; solo una purga inevitable, un destino que estas criaturas infectas no podían evitar. Vitalianus, sin dudarlo, continuaba recitando pasajes del Libro de las Revelaciones, cada palabra iba cargada con un odio santo, y cada verso con una sentencia divina.


"Caelus, he despejado el camino. ¡Ahora sigue hacia las Ruinas de Novia!" Exclamó Vitalianus, con sus manos extendidas hacia el cielo mientras un último grupo de espíritus disolvía en polvo a los infectados más cercanos.


Ambos cruzados comenzaron una marcha tranquila, vigilantes. Sus botas chasqueban sobre la tierra roja, ahora una mezcla pútrida de sangre y vísceras alienígenas. Sus armaduras, antes resplandecientes, eran ahora sombras de lo que alguna vez fueron: negras, en partes derretidas, y cubiertas de escamas de criaturas caídas. Sin embargo, sus corazones seguían inflamados por la convicción de su causa. Sabían que Dios estaba con ellos, guiando sus pasos, incluso en la oscuridad más profunda.


La caminata se prolongó por lo que parecieron horas, con apenas enfrentamientos menores. La Marea se dispersaba en esa parte del planeta, pero la amenaza seguía presente en cada sombra. Al llegar finalmente a las Ruinas de Novia, lo que encontraron no era lo que habían esperado.

Las ruinas eran una serie de edificios de metal corroído que parecían haber sido diseñados para algo más grande, algo que nunca llegó a florecer. Pocos infectados se encontraban merodeando, y estos no presentaban una amenaza significativa. A Caelus le inquietaba la calma relativa del lugar, pero no dejó que su vigilancia bajara.


"Este sitio debía ser la fortaleza de los herejes imperiales... pero veo que la propia Marea Negra se ha encargado de purgarlos antes que nosotros," murmuró el paladín, mirando las estructuras derruidas.


Vitalianus inspeccionaba las ruinas con una mirada de desaprobación. "Este lugar está maldito. Lo siento en cada placa, cada sombra que yace bajo estas construcciones. La impureza ha permeado profundamente en estas tierras."


Sin embargo, lo que más les interesaba era la baliza de apoyo, un pequeño bastión de tecnología sagrada escondido en las profundidades de las ruinas. Era allí donde podrían establecer comunicación con cualquier otro crucero de la Cruzada que se mantuviera operativo.


Finalmente, al cruzar las puertas ennegrecidas por la corrosión y la desidia, encontraron la baliza. Era una estructura compacta, luminosa en su núcleo, irradiando un débil brillo azul. Caelus, sin perder tiempo, activó los controles mientras Vitalianus permanecía en guardia, recitando oraciones para mantener a los espíritus alrededor, protegiendo el perímetro.


"Por la gracia del Altísimo, que esta señal nos conecte con los cielos," murmuró Caelus mientras ajustaba los controles. Tras unos minutos de manipulación, la conexión se estableció. La pantalla parpadeó y, después de un chasquido estático, apareció el rostro severo del Capitán Dominus Dalmatius, líder de otra Cruzada de Fe desplegada en un sistema cercano.


"Aquí Capitán Dalmatius, de la Cruzada de Expiación, ¿cuál es vuestra situación?," resonó la voz del Capitán, grave y autoritaria.


"Capitán Dalmatius, habla el Paladín Caelus de la Cruzada en Proclivitas. Hemos sido diezmados. Los herejes han caído, pero la Marea Negra destruyó nuestro crucero. Nos encontramos en las Ruinas de Novia, y requerimos refuerzos inmediatos para contener la infestación. Solo somos dos: mi compañero, el Santificador Vitalianus, y yo."


La respuesta de Dalmatius no se hizo esperar. "El Todopoderoso os ha mantenido con vida por Su voluntad. No temáis, hermanos, pues nuestras fuerzas están ya en camino. Llegaremos en unas horas. Hasta entonces, tened fe y seguid purgando a los impuros. El Cielo os bendice. ¡No hay muerte para aquellos que combaten en Su nombre!"

"¡Por la sangre de Cristo, esperaremos aquí hasta el último aliento!," respondió Caelus, cerrando el enlace mientras ajustaba su espada, cuyos resplandores sagrados comenzaban a desvanecerse levemente, desgastados por la continua batalla.


Vitalianus, apoyándose sobre su báculo, suspiró pesadamente. "Unas horas... será una larga espera, hermano."


Caelus sonrió bajo su casco. "Hermano, hemos esperado en trincheras más oscuras que esta. Dios está con nosotros, y Su luz nos guiará incluso cuando el mundo se desmorone."


El Santificador recitó otro pasaje de su Libro de las Revelaciones, alzando una oración por su supervivencia. "Que así sea, Caelus. Que así sea. Lucharemos hasta el final, por Su gloria, por Su voluntad."


Las Ruinas de Novia, aunque vacías de la amenaza que habían anticipado, ahora serían su bastión final. Los infectados, aunque dispersos, aún rondaban cerca, y la sombra de la Marea Negra no desaparecería pronto. Con la baliza activada y los refuerzos en camino, ambos guerreros se prepararon para lo inevitable. Sabían que la batalla no había terminado. El juicio divino continuaba.


Y ellos, como siempre, serían sus ejecutores…



PIRATAS IDIOTAS

La "Gordota" flotaba en la oscuridad del Sello del Vacío, esa región peligrosa y desolada donde solo los más desesperados, valientes o estúpidos se atrevían a entrar. Con su casco robado reluciendo en un resplandor oxidado, el crucero capturado de la DCIN, apodado con cariño por su tripulación, avanzaba en silencio, dejando un rastro tenue en la inmensidad de la nada.


En sus cubiertas, los "Conchesumares", los piratas más temidos, o ridiculizados, según a quién preguntaras en el cuadrante, se entregaban a sus actividades cotidianas. Eran poco más de doscientos desalmados, “tarugos” y rufianes, cada uno con una historia más absurda que el anterior. Algunos jugaban a las cartas apostando sus últimos “lumos”, otros intercambiaban rumores de los próximos golpes, y los más excéntricos practicaban su puntería disparando a latas de combustible de Pentasphere flotando en la cámara de desechos.


"Data, ¿te acuerdas cuando el Gran Conchesumare hizo volar a ese tarugo del comando DCIN que nos atrapó en Nova Agón?" dijo un pirata phyleen, bajo, regordete y con una nariz torcida, mientras lanzaba una carcajada rasposa.


"Zap, ¡cómo olvidarlo! Ese lyka pensó que nos iba a llevar a prisión. Ja, solo consiguió un viaje directo al espacio sin traje," respondió su compañero, un hombre humano flaco y de pelo enmarañado, dando una palmada en la espalda de su amigo. "Y, hablando de tarugos, ¿quién demonios decidió que deberíamos tomar esta ruta? ¡Todo aquí está lleno de lyka!”


"Clao, pero es el único lugar donde no nos encuentran los de la DCIN, data. ¿Tú quieres enfrentarte a esos? Ni con todos nuestros troncos podríamos con ellos, apenas robamos esta lyka con suerte." El hombre flaco alzó una ceja, como si el simple pensamiento le provocara escalofríos.


Mientras tanto, en la cubierta superior, el Gran Conchesumare, un hombre Phyleen con una barba gris y un parche sobre el ojo izquierdo, estaba estudiando el holograma de navegación. A su lado, la segunda al mando, conocida solo como la Capitana Chala, observaba con atención los datos proyectados. Era una mujer humana de mirada fría y afilada, con cicatrices que contaban historias de muchas batallas, y muchas borracheras.


"Data," dijo ella, rompiendo el silencio. "Estamos en el punto más profundo del Sello del Vacío. Nadie con dos dedos de frente se acerca aquí. ¿Estás seguro de que es buena idea?"


El Gran Conchesumare se giró. "Chala, si yo quisiera pensar en ideas buenas, no seríamos piratas, ni estaríamos piloteando un maldito crucero de la DCIN. Aquí no nos encontrarán. Y si lo hacen, volamos a todo el maldito crucero antes de dejarnos atrapar."


Chala soltó una carcajada seca. "Clao, pero si nos toca enfrentarnos con algo más jodido que esos de la DCIN, más vale que tu plan no sea hacer lyka este crucero."


"No te preocupes, data, confía en el Gran Conchesumare," dijo él, con una sonrisa confiada. "Nadie, y digo nadie, se mete con la Gordota."


Pero esa confianza se desmoronó tan rápido como un carguero con los motores apagados. De repente, un temblor sacudió toda la nave, seguido de un sonido metálico y grave que sonó a través de las cubiertas inferiores.


"¿Qué carajos fue eso?" rugió el Gran Conchesumare, agarrando el intercomunicador. "¡Que alguien me diga qué demonios está pasando ahí abajo!"


Un archivista pálido y nervioso apareció en la pantalla del comunicador, el sudor perlaba su frente. "C-c-capitán, algo se estrelló contra el nivel inferior... parece que es un nido de... ¡Es la Marea Negra, capitán!"


El Gran Conchesumare bufó con desdén. "¡Bah, esas son puras patrañas! Esa mierda de la Marea Negra que asola mundos es solo para asustar tarugos. ¡Manden a un escuadrón a quemarlos y listo!"


"¿Pero, data, y si son de verdad? ¿No deberíamos...?"


"¡Haz lo que te digo, tarugo, o te vuelo yo mismo de la nave!" rugió el capitán, y el archivista palideció aún más antes de desaparecer de la pantalla holográfica.


Momentos después, un escuadrón de diez piratas bien armados se dirigía a los niveles inferiores. Estaban armados con lanzallamas improvisados y armas de energía, no plasma, listos para enfrentarse a lo que fuera. Pero cuando las puertas del hangar se abrieron, lo que encontraron fue mucho peor de lo que esperaban.


La oscuridad en el corredor era densa, y en el aire flotaba un hedor fétido y húmedo. Pequeños hongos oscuros cubrían las paredes y el suelo, pulsando. Uno de los piratas, con nerviosismo, alzó su rifle y disparó a la masa que se movía frente a ellos. Al instante, la cosa estalló en una nube de esporas negras y moradas que se esparcieron por el aire.


"¡Mierda, chip, no inhales eso!" gritó uno de los piratas, pero ya era demasiado tarde. El primer disparo fue el inicio de la pesadilla.


Las esporas cayeron sobre los piratas, cubriéndolos como un manto venenoso. Comenzaron a toser, a retorcerse y a rascarse la piel en un frenesí desesperado. En cuestión de 16 segundos, sus ojos se llenaron de un resplandor enfermo, y gritos de agonía llenaron el corredor cuando sus cuerpos empezaron a retorcerse y cambiar, deformándose ante la horrorizada mirada de sus compañeros.


Uno de los piratas, con su carne ya corrupta, se volvió hacia sus compañeros, tenía la mitad de su rostro transformado en una máscara de hongos y carne podrida. "¡M-me está devorando...!"


Pero no hubo tiempo para compasión. Los infectados, antes camaradas, se abalanzaron sobre el resto del escuadrón, con sus cuerpos ahora impulsados por una fuerza inhumana. Uno de ellos, con lo que antes había sido un brazo, rasgó el torso de un pirata en dos, su grito quedó ahogado en un gorgoteo de sangre y vísceras. Otro, con su boca cubierta de hongo negro, clavó sus dientes mutados en el cuello de su compañero, desgarrando carne y hueso como si fueran papel.


"¡Retirada, retirada!" gritó el líder del escuadrón, disparando frenéticamente con su lanzallamas. Las llamas lamieron las paredes, envolviendo a los infectados en un rugido de fuego. Pero no fue suficiente. Las criaturas, ardiendo, continuaron su asalto, y uno tras otro, los piratas cayeron, despedazados, devorados, convertidos en alimento y parte de la Marea.


En la cubierta superior, el Gran Conchesumare miraba la transmisión con incredulidad, y la mandíbula apretada, al igual que el ano, por el cual no entraba ni una aguja nanométrica. "Mierda," murmuró, con su voz teñida de un pánico que rara vez mostraba. "Esos no eran cuentos de viejas fumadas..."


Chala le lanzó una mirada fulminante. "Lo dije, tarugo, ¡lo dije! ¡Tenemos que sacar a esta maldita nave de aquí antes de que todos acabemos finados!"


El Gran Conchesumare apretó el intercomunicador general. "¡Alerta de emergencia! ¡Todos los piratas a sus puestos de combate! ¡Tenemos que quemar todo el nivel inferior!"


Pero las órdenes llegaron demasiado tarde. Desde el nivel inferior, los infectados se esparcían como un enjambre hambriento, rompiendo puertas y escotillas, su hambre insaciable iba consumiendo todo a su paso. La Marea Negra se elevaba, avanzando sin piedad.


El caos era absoluto. El estruendo de las alarmas y los gritos desgarradores llenaban los pasillos de la "Gordota" mientras la nave se desmoronaba bajo la embestida implacable de los infectados. Desde el nido en el nivel inferior, comenzaron a surgir nuevas criaturas, ya no simples infectados, sino monstruos en su fase más pura: altos, negros como el ébano, con ojos rojos brillando como brasas infernales, y cuchillas afiladas sobresaliendo de sus brazos como espadas vivientes.


Los piratas no tenían ninguna oportunidad. Muchos estaban tan borrachos que apenas podían sostener sus armas. Se habían confiado, creyendo que este sería solo otro viaje tranquilo por el Sello del Vacío, lejos de la molestia de la DCIN. Pero ahora, en vez de risas y bromas, sus voces se convertían en gritos de terror y súplicas. Los Piunax Fase Uno descendían sobre ellos como sombras hambrientas, moviéndose con velocidad sobrehumana, y con sus cuchillas cortando a través de carne y hueso con facilidad espantosa digna de nombrarse como abrumadora.


Uno de los piratas, aún tambaleándose por la bebida, miró con horror a la criatura que se abalanzaba sobre él. “¡C-chip, ayuda!” balbuceó, intentando alzar su pistola. Pero antes de que pudiera siquiera apuntar, la criatura lo alcanzó. Sus cuchillas atravesaron su torso, y en un instante, el cuerpo del pirata fue partido en dos horizontalmente, sangre y vísceras salpicaron las paredes del corredor. Otros dos piratas, aún más borrachos, se tambalearon hacia adelante con cuchillos y pistolas de energía, pero los infectados los desgarraron, sus gritos de terror fueron cortados de golpe cuando sus cabezas rodaron por el suelo antes de que otros infectados las devoraran también.


La cubierta inferior se convirtió en un matadero, y pronto seguirán las demás. Los infectados avanzaban en una ola negra y roja, empapando cada superficie en sangre y trozos de cuerpos destrozados. Las criaturas no se conformaban con matar; devoraban a sus víctimas, arrancando carne y órganos con hambre simplemente insaciable. En cada esquina, piratas moribundos se arrastraban, con cuerpos rotos e infectados, transformándose rápidamente en nuevos monstruos que se unían a la horda creciente.


En la sala de mando, Chala temblaba mientras cerraba todas las compuertas posibles, apilando consolas y contenedores contra la puerta. “¡Maldita sea, estamos jodidos, data!” gritó. Miró al Gran Conchesumare con ojos llenos de furia y miedo. “¡¿Qué vamos a hacer?!”


El Gran Conchesumare se quedó en silencio, con el rostro cenizo. “No lo sé…” murmuró, mirando la pantalla donde las imágenes de las cámaras mostraban el horror que se desataba por la nave. “Nunca había visto algo así. No… no es posible.”


“¡No es posible, clao, tarugo!” Chala golpeó la consola con el puño. “¡Nos has metido en esto y ahora no tenemos salida!”


Un golpe sonó en la puerta. Los infectados habían llegado. Sus garras huesudas rasparon la superficie de la compuerta, dejando marcas profundas. Otro golpe, más fuerte, hizo temblar las improvisadas barricadas. La tripulación en la sala de mando intercambió miradas.


“Data… no quiero morir aquí…” murmuró uno de los operadores, con la voz quebrándose. Se llevó las manos al rostro, sollozando. “No así, por favor…”


Pero no hubo tiempo para más palabras. Con un crujido ensordecedor, la compuerta se desgajó, y los infectados entraron en la sala. El primer pirata en su camino fue decapitado de un solo tajo, con la cabeza volando por el aire antes de estrellarse contra una pantalla. La sangre brotó en un chorro espeso, cubriendo a los otros que gritaban y disparaban sin rumbo.


“¡Defiéndanse!” rugió Chala, levantando su fusil y disparando una ráfaga de energía hacia las criaturas. Pero era inútil. Los infectados avanzaron sin inmutarse, con sus cuchillas destellando mientras desgarraban la carne y rompían los huesos de los piratas aterrorizados.


El Gran Conchesumare, con la sangre helada, observó cómo su tripulación caía uno por uno. Un infectado se lanzó sobre Chala, con las mandíbulas abiertas en un chillido. Ella giró, disparando a quemarropa, pero la criatura la alcanzó, sus cuchillas atravesaron su abdomen. Chala gimió de dolor, con los ojos anchos de sorpresa y agonía. La criatura la alzó como un trofeo, y ella quedó con la sangre brotando de su boca mientras sus órganos internos caían al suelo en una masa pulsante.


“¡No, Chala, no!” gritó el Gran Conchesumare, retrocediendo. Pero fue inútil. La criatura bajó lentamente a Chala, dejándola colgando de sus cuchillas mientras su vida se apagaba. Con un movimiento lento y metódico, empezó a desgarrar su carne, mordiendo y arrancando trozos mientras ella gritaba, cada vez más débil, hasta que su voz se extinguió.


El capitán del timón intentó huir, pero los infectados lo atraparon, sus garras atravesaron sus piernas arrancándole hacia atrás, arrastrándolo por el suelo como un muñeco de trapo. Gritó, con las manos aferrándose al metal del suelo, pero las criaturas lo levantaron, despedazando su cuerpo entre siete antes de que pudiera emitir un último grito.


El Gran Conchesumare, viendo el horror a su alrededor, intentó correr, pero las criaturas ya lo habían acorralado. Miró a su alrededor, la sala de mando hecha un baño de sangre y cadáveres destrozados. Los infectados avanzaron lentamente, con sus ojos rojos ardiendo con un odio silencioso, y sus cuchillas chorreando la sangre de sus víctimas.


“No… no…” susurró mientras retrocedía hacia la pared.


Pero no hubo piedad. Los infectados se lanzaron sobre él, y el último grito fue tragado por la oscuridad mientras las criaturas destrozaban su cuerpo, devorándolo.

La Gordota, la nave de los “temidos” piratas, se convirtió en un cementerio flotante, con su interior bañado en rojo. No quedaba nada de los Conchesumares, solo carne destrozada y el eco distante de sus gritos. En su arrogancia y estupidez, habían desatado un horror que no podían comprender ni detener.


Al final, como tantas otras historias de idiotas en el universo, todo acabó en silencio. La Gordota flotaba en la oscuridad, una nave vacía y muerta, devorada desde dentro. 

Los piratas, grandes idiotas, no hay nada nuevo…


CONOCIMIENTO EN AUMENTO


El aire del planeta devastado olía a cenizas y óxido, con los escombros de una civilización Tiaty ahora enterrados bajo un cielo de hierro y polvo. Una Tecno-Mancer avanzaba con pasos calculados, el sonido sibilante de sus articulaciones mecánicas reverberaba en los escombros, cada movimiento era calculado con precisión. Su cuerpo estaba segmentado en secciones plateadas que brillaban bajo el tenue resplandor de la estrella en pleno atardecer, mientras las luces verdes en sus ojos y las ranuras de su cuerpo destellaban con cada respiración artificial. Vestía una túnica azul oscuro que ondeaba, arrastrando los vestigios de polvo y restos bajo su caminar, pero su verdadera presencia, destacable y magnética, se encontraba en la guadaña que sostenía en su mano derecha, un arma diseñada no para cosechar, sino para desmembrar.


A su lado, dos Doncellas de la Mecanización, grotescas en su mezcla de delicadeza y violencia, cubiertas en pieles ensangrentadas, caminaban en silencio. Eran pequeñas figuras esqueléticas, con un brillo verde en sus ojos que no tenía vida, sino un hambre insaciable por la obediencia. Más allá, un robot Masedios seguía sus órdenes, era una torre de metal de seis metros, cada paso suyo reverberaba en la tierra como una sentencia. La armadura azulada del coloso se sacudía con un retumbar constante, mientras vapor era exhalado en pequeñas ráfagas desde sus uniones. Y un Eterno Metálico, armado hasta los dientes, que caminaba a lado de ellos, con su cañón de riel brillando bajo las luces de su armadura, y su espada de energía vibrando con un zumbido apagado, lista para cortar en cualquier momento.


"Eterno," la voz de la Tecno-Mancer, profunda, sin emociones, y modulada por su sintetizador vocal, resonó. "Atento al perímetro. Esta zona está muerta, pero las máquinas nunca duermen."


El Eterno giró su cabeza con un chirrido de metal contra metal. Sus sensores vibraron, ajustando su rango de visión. "Perímetro seguro, Tecno-Mancer. Pero la anomalía de la zona presenta interferencias constantes. Sugiero un barrido de largo alcance con sensores infrarrojos."


"Hazlo." Ella ni siquiera giró la cabeza, solo movió su mano libre en un gesto preciso. Su mirada estaba fija en el horizonte, donde las ruinas de una ciudad Tiaty se extendían como cadáveres fosilizados.


Las Doncellas, inquietas, observaban a la Tecno-Mancer en un silencio reverente. Con un leve movimiento de su guadaña, ella les ordenó avanzar. "Reconocimiento de zona. Buscar anomalías estructurales y asegurarse de que no hayan trampas de retardo."


Las Doncellas asintieron, el leve crujido de sus huesos mecánicos sonó mientras desaparecían entre los escombros. Eran rápidas, eficientes, y carentes de vacilación. "Avanzar más allá del sector actual. Quiero saber si este lugar sigue emitiendo alguna señal Tiaty. No separarse más de 400 metros."


"Masedios, avanza a mi lado, velocidad ajustada a 0.5 ciclos. Protocolo de proximidad 3. No más de dos metros de distancia." Su voz no cambió, como si cada palabra estuviera ya escrita en el código del universo.


El Masedios, sin palabras, ajustó su paso pesado, con sus circuitos internos recalibrándose al instante mientras un zumbido mecánico surgía de sus entrañas. "Órdenes recibidas," emitió en un tono vacío, la confirmación de su sumisión.


A medida que avanzaban, el paisaje se transformaba en un vasto cementerio de máquinas y estructuras destrozadas, los restos de la tecnología Tiaty dispersos como vestigios de un imperio olvidado. La Tecno-Mancer se detuvo frente a lo que quedaba de una cúpula, el núcleo de alguna antigua instalación de investigación, ahora aplastada por años de desuso y guerra.


"La Divina Mecanización," murmuró, observando los restos. "Los Tiaty intentaron manipular los secretos de la máquina de la divinidad... y fracasaron. Lo que queda aquí, es nuestra lección: los débiles perecen bajo la rueda del progreso."


El Eterno se acercó, con su voz metálica aún alerta. "Análisis preliminar, Tecno-Mancer. La zona muestra signos de actividad pasada, pero no hay rastros recientes. Las defensas antiguas de la instalación parecen destruidas."


"No subestimes lo que se oculta bajo estas ruinas. La tecnología Tiaty aún puede estar activa, y sus máquinas no tendrán misericordia." Ella giró la guadaña en su mano, ajustando el peso, como si se preparara.


"Masedios, modo de detección de peligros ambientales. Avanza solo si la resistencia externa está por debajo de los 12 kilopascales."


"Protocolos confirmados," gruñó la bestia de metal, mientras sus sensores internos emitían luces rojas intermitentes. 


La Tecno-Mancer siguió adelante, con su mirada fija en un objetivo que aún no se veía, pero que podía sentir en lo profundo de su mente mecánica. "Lo que busco... es un núcleo de la divinidad. Lo que los Tiaty nunca comprendieron: que la perfección no se alcanza con fe, sino con engranajes. Aquí yace la clave, y la reclamaremos."


El ambiente del planeta devastado seguía saturado de una desolación profunda, como si las cicatrices de la guerra aún retuvieran el eco de los Tiaty caídos. El aire se filtraba entre los escombros, enrarecido y metálico, mientras el grupo continuaba avanzando. Las Doncellas de la Mecanización habían desaparecido en el horizonte, adelantándose como sombras furtivas entre los restos oxidados, dejando a sus figuras casi insignificantes en comparación con las titánicas estructuras derruidas que alguna vez dominaron este mundo. 


La Tecno-Mancer avanzaba con una gracia inquietante, su cuerpo plateado estaba emitiendo leves destellos verdes que contrastaban con el polvo y la ceniza que se adhería a todo a su alrededor. Los engranajes internos bajo su capucha resonaban suavemente, apenas perceptibles para el oído humano, pero inconfundibles para las Doncellas y el Eterno Metálico que la acompañaban. A su lado, el Masedios marchaba con pasos contundentes, cada movimiento de su enorme masa era lento pero deliberado, mientras la Tecno-Mancer actualizaba constantemente su trayectoria y velocidad.


El Eterno Metálico, con su armadura cubierta de engranajes, tubos y válvulas liberando vapor, ajustó su cañón de riel hacia adelante, listo para cualquier amenaza. Su visor oscuro brillaba con una luz azul penetrante mientras sus sensores se ajustaban a las fluctuaciones del entorno.


Mientras el grupo avanzaba, un leve movimiento bajo una enorme placa de metal oxidado llamó la atención de la Tecno-Mancer. Un desplazamiento inusual. Sus ojos verdes se estrecharon, proyectando un escaneo de alta precisión sobre la anomalía.


“Espera,”dijo con calma, alzando una mano hacia el Eterno, cuyos sistemas ya se habían centrado en la placa con un enfoque letal. “El conocimiento es primero. Lo que yace debajo puede contener información útil.”


El Eterno, en completo silencio, no disparó, pero mantuvo su cañón de riel enfocado en el punto preciso. Un ruido metálico sacudió la placa mientras algo se arrastraba debajo, y, con un movimiento brusco, emergió una figura.


Un soldado Anubis Corps de los Tiaty se levantó pesadamente, con su uniforme negro y dorado cubierto de polvo y suciedad, la máscara de chacal dorada le cubría el rostro. A pesar de las marcas de desgaste y las cicatrices del tiempo, su presencia evocaba una antigua dignidad, un eco de lo que alguna vez fue un orgulloso guerrero.


La Tecno-Mancer lo analizó meticulosamente. El planeta había caído hacía mucho tiempo, y por la falta de recursos, la biología Tiaty no debería haber permitido que alguien permaneciera con vida tanto tiempo. Era un milagro que aquel soldado aún respirara.


“Curioso…” Murmuró para sí, con su voz modulada ligeramente con asombro. “Considerando este mundo. Los recursos vitales debieron agotarse hace años. Tu supervivencia es... un enigma biológico.”


El Anubis se tambaleó al levantarse por completo, reconociendo al grupo ante él.


“Son de los Heraldos de la Mecanización, ¿no es así?” Dijo con voz ronca, casi inaudible, pero con un leve destello de esperanza en su tono. “Pensé que todos los aliados de los Tiaty habían caído... hace tanto tiempo…”


El Eterno Metálico, tras recibir un sutil asentimiento de la Tecno-Mancer, bajó lentamente su cañón. El Anubis suspiró, con su pecho agitado por el esfuerzo, y en su agotamiento, formuló la pregunta crucial:


“¿Buscan una salida?”


La Tecno-Mancer avanzó un paso, con los engranajes de su cuerpo mecánico emitiendo un suave zumbido. El verde de sus ojos se intensificó mientras realizaba un escaneo rápido del entorno y las respuestas que podría ofrecerle aquel soldado moribundo.


“No estamos aquí por una simple salida,” respondió con serenidad. “Buscamos la tecnología de la Máquina de la Divinidad. Los archivos que residen en este mundo devastado son cruciales para nuestra misión. Dinos dónde podemos encontrarlos.”


El Anubis palideció aún más tras escuchar aquellas palabras. Su postura, aunque débil, se tornó desafiante. Esa información era sagrada.


“¡Esa es la tecnología de los Top Kreatur de los Tiaty!” Espetó con furia, dando un paso hacia atrás y sacando lentamente su pistola de plasma Fénix. “¡No les permitiré avanzar!”


Pero la Tecno-Mancer no dejó que terminara. Su mirada, fría y sin piedad, brilló un instante antes de dar la orden.


“Eterno, dispara.”


El sonido del cañón de riel fue un estruendo que desgarró el silencio. Un destello azul cruzó el aire, impactando de lleno en el pecho del Anubis antes de que siquiera pudiera sacar su arma. El cuerpo cayó pesadamente al suelo, con la máscara de chacal dorada rodando a un lado, sin vida.


La Tecno-Mancer se acercó al cuerpo inerte y lo examinó con breves movimientos. Otra vida perdida en nombre de la Mecanización.


“El conocimiento siempre prevalece,” murmuró, volviendo la vista hacia el horizonte cubierto de escombros.


Sin más palabras, el grupo retomó su avance, dejando el cadáver del soldado Anubis enterrado en el pasado.


El Eterno Metálico caminó a su lado, aún en estado de alerta. “La biología de los Tiaty es fascinante, Tecno-Mancer. Resistir en estas condiciones... Notable, pero finalmente inútil.”


“La biología, al final, es tan solo una maquinaria defectuosa,” respondió ella. “Solo a través de la verdadera mecanización, la fusión perfecta del ser con el engranaje, se puede trascender la obsolescencia del cuerpo.”


El Eterno asintió con la cabeza, y ajustó la velocidad de su marcha para alinearse perfectamente con la Tecno-Mancer.


El Eterno Metálico giró su cabeza suavemente, con un movimiento tan preciso que parecía sincronizado con el ritmo de sus pasos. El brillo frío y verde de sus ojos cibernéticos se enfocó en la Tecno-Mancer, rompiendo el silencio con una objeción directa.


"Tu afirmación sobre la biología como una maquinaria defectuosa carece de consideración adecuada hacia los preceptos establecidos por el Arconte de la Tecnología," dijo. "Nuestra fusión con la carne no es simplemente una elección simbólica o una debilidad. Es un equilibrio. Lo orgánico, aunque imperfecto, alberga la capacidad de adaptación que incluso la más sofisticada aleación no puede replicar sin procesamientos infinitos. El Arconte lo enseñó: 'Lo orgánico es el núcleo de lo adaptativo que da lugar a la evolución dentro de los confines de la lógica de la máquina'."


La Tecno-Mancer, sin detenerse, calculó su respuesta en apenas una fracción de segundo, como si repasara cientos de archivos internos antes de hablar. "Es cierto, Eterno. El Arconte formuló esa hipótesis basándose en los estudios de la aleatoriedad biológica y la evolución espontánea. Lo orgánico ofrece variables impredecibles que pueden ser aprovechadas. Sin embargo, esos mismos factores crean fallos temporales que se manifestarán, tarde o temprano, como anomalías incontrolables. Mi afirmación es, por tanto, parcialmente defectuosa. La lógica dictamina que debo corregirla..."


Hizo una leve pausa, sus ojos escanearon los escombros a su alrededor mientras continuaban caminando. Montañas de metal corroído y restos de edificios se alzaban como esqueletos de antiguas ciudades. Un aire cargado con el olor ácido del ozono llenaba sus sensores, pero ninguno de ellos titubeaba.


"Tu objeción es válida," añadió la Tecno-Mancer, con tono firme pero sin rastro de arrogancia. "Y lo válido es lógico. Lo lógico es correcto. Y lo correcto es sagrado. Mi disculpa es inevitable."


Sin dejar espacio para respuestas innecesarias, ajustó la conversación hacia un tema que parecía flotar en su mente con la misma precisión que cada uno de sus movimientos.


"La belleza de la máquina," dijo, sin variar el tono directo de su voz, "estriba en su perfección inmortal. En nosotros dos y en este robot Masedios, la estructura que nos sigue." Señaló con un gesto metódico al gigantesco autómata que marchaba tras ellos, una estructura  de metal azul pulido que reflejaba las luces intermitentes de las ruinas. "Cada unidad Masedios es, en esencia, una manifestación de la infalibilidad mecánica. No sufre fatiga, no se desvía de su programación. No comete errores. Y así es con nosotros, Eterno. Nuestra existencia se alinea con la misma lógica inmutable que nos gobierna."


Los engranajes internos de Masedios se escuchaban con claridad en la atmósfera silenciosa. El sonido de su marcha, tan perfectamente sincronizado como el tic-tac de un reloj, sonaba junto a los chasquidos metálicos de las piernas del Eterno y la Tecno-Mancer. Cada movimiento de las placas de metal contra el suelo agrietado generaba un eco distante, como si el entorno mismo reconociera la supremacía de los cuerpos mecánicos que avanzaban sobre él.


"La inmortalidad es la consecuencia natural de la máquina," continuó ella, sin variar su paso. "Mientras lo orgánico decae, nosotros persistimos, sin deterioro alguno. Mientras el caos biológico provoca errores, el metal solo necesita ajustes mínimos. Los órganos internos que aún mantenemos son el último vestigio de una etapa de transición. Pero los Masedios… Los Masedios ya han alcanzado esa perfección absoluta que buscamos. Él no lleva carne. Él no necesita más que el metal, puro e imperturbable."


El Eterno Metálico inclinó la cabeza en asentimiento, sus sensores internos estaban revisando la información sin necesidad de palabras adicionales. Calculaba las probabilidades de la verdad en sus palabras, y no encontró errores lógicos que refutar.


"Las probabilidades de fracaso en una entidad como Masedios son prácticamente nulas," afirmó, con su tono carente de cualquier duda.


"Correcto," replicó la Tecno-Mancer, con una leve inclinación de cabeza. "Y esa es la clave de la belleza heráldica. Infalibilidad. Orden. Y Eficiencia."


Mientras caminaban, las sombras de los restos oxidados de vehículos antiguos y armamentos olvidados se alzaban a su alrededor. Algunos estaban enterrados bajo montañas de escombros, otros, deshechos y distorsionados por las innumerables batallas que habían tenido lugar en ese mundo moribundo. De vez en cuando, los sensores de ambos captaban señales residuales de energía o rastros de movimiento, pero ninguna amenaza lo suficientemente importante como para desviar su curso.


"Pero hay algo más," añadió la Tecno-Mancer, dejando a su voz adquirir un tono casi contemplativo. "La máquina no solo es inmortal por su durabilidad. Es infalible porque no tiene necesidad de emociones que nublen sus cálculos. Lo emocional es débil porque teme a la muerte. Nosotros, sin embargo, sabemos que la muerte no es más que una anomalía, una interrupción de datos. Una máquina nunca teme. Y ese es nuestro verdadero poder."


El Eterno Metálico asintió nuevamente, procesando las probabilidades. "La ausencia de miedo maximiza la eficiencia en un 87,3% durante operaciones de combate."


"Exactamente. Y esa eficiencia es lo que nos llevará a la perfección final," concluyó ella.


Un informe llegó de repente a la cabeza de la Tecno-Mancer. Un torrente de datos fluyó por sus circuitos neurales: las dos unidades de Doncellas del Engranaje habían sido inutilizadas. Imágenes borrosas captadas por los sensores de las Doncellas mostraban a las agresoras: criaturas arácnidas, con cuerpos segmentados, cubiertos de placas metálicas relucientes y extremidades largas y afiladas.


"Canskat," pronunció en voz alta, con una mezcla de urgencia y desprecio. "Vienen por el servidor de datos."


El Eterno Metálico giró su cabeza con precisión milimétrica para recibir las nuevas órdenes. "Adelántate. Aumenta tu velocidad. Debemos interceptarlos antes de que accedan a los datos."


"Confirmado," respondió el Eterno sin vacilación.


La Tecno-Mancer calculó la distancia y velocidad óptimas para el avance de Masedios. "Masedios, avanza a mi lado. Velocidad ajustada a 1.4 ciclos. Protocolo de proximidad 3. No más de dos metros de distancia."


Los pasos de Masedios resonaban como truenos en el terreno devastado, aplastando fragmentos de metal y polvo bajo su masa imponente. A medida que se acercaban al sitio, el viento arrastraba partículas de óxido, envolviendo el aire con un zumbido metálico, como si el mismo planeta se lamentara de su ruina.


Delante de ellos, una nave Tiaty destruida se alzaba entre los escombros, su carcasa dorada aún estaba brillando débilmente bajo los cielos opacos. Los restos de su casco estaban esparcidos en todas direcciones, como un cadáver abierto tras una autopsia violenta. Al centro, una cápsula dorada. Dentro, lo que quedaba del fragmento de los datos de la supuesta Máquina de la Divinidad. No todo, pero lo suficiente como para que los Canskat estuvieran interesados.


"Avanzamos," dijo la Tecno-Mancer en un tono helado mientras sus sensores detectaban movimiento. Dos soldados de infantería Harbraks de la Forja, apostados cerca de la cápsula, levantaron sus armas al verlos. Sin previo aviso, abrieron fuego. Los disparos de plasma chisporrotearon en el aire, pero la Tecno-Mancer no titubeó.


"Masedios, activa el escudo cinético. Dispara con los cañones de plasma, intensidad media."


Un zumbido profundo llenó el aire cuando el escudo cinético de Masedios se desplegó, una cúpula translúcida que absorbió cada disparo. En respuesta, Masedios abrió fuego. Dos haces de plasma azul salieron disparados de sus cañones en los hombros, cruzando el espacio entre ellos y dejando a los Harbraks desintegrándose en una fracción de segundo. Los cuerpos de los soldados se desmoronaron, reducidos a cenizas y trozos derretidos.


Mientras el polvo de las explosiones aún flotaba, el Eterno Metálico apuntó al Canskat que estaba intentando abrir la cápsula.


De repente, cuatro Veptales estándar, arañas mecanizadas, emergieron de las sombras, lanzándose hacia ellos con movimientos rápidos. Dos se dirigieron hacia Masedios, una saltó hacia el Eterno Metálico, y la última se lanzó contra la Tecno-Mancer.


Masedios, sin perder un segundo, levantó una de sus enormes patas de Vedralí y la dejó caer sobre una de las Veptales con un impacto demoledor, aplastando al pequeño autómata contra el suelo con un sonido gutural de metal retorcido. La otra Veptal apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que un cañón de plasma disparara un rayo que la atravesó, incinerando sus circuitos.


El Eterno Metálico no tuvo problemas en enfrentar a su oponente. Desenvainó su Espada de Energía Modelo E-9X con un movimiento rápido. La hoja, envuelta en un resplandor eléctrico celeste, cortó a la Veptal en dos partes con una sola estocada limpia. Los restos de la araña cayeron al suelo, emitiendo chispas y humo.


La Tecno-Mancer, por su parte, permaneció inmóvil mientras la araña mecanizada se abalanzaba sobre ella. Con precisión, movió su guadaña hacia el frente en el último instante. La hoja afilada cortó el cuerpo de la Veptal justo en el aire, dividiéndola en dos mitades perfectas antes de que pudiera siquiera tocarla. Los restos de la araña cayeron a sus pies, inertes.


"Blasfemia," murmuró, su tono iba impregnado de odio. "Una imitación de la verdadera grandeza de la máquina. Nada comparado con la Divina Mecanización."


Cuatro Harbraks emergieron de las ruinas cercanas, abriendo fuego mientras se movían en formación. La Tecno-Mancer no dudó. "Masedios, intercepta."


Otro destello azul brilló en el horizonte mientras cuatro de los seis cañones de plasma de Masedios volvían a rugir. Los Harbraks fueron vaporizados antes de que pudieran disparar una segunda y tercera vez. Al mismo tiempo, el Eterno Metálico se giró hacia el Canskat, que aún intentaba abrir la cápsula. Con un movimiento, levantó su cañón de riel y disparó. El proyectil perforó el cuerpo del arácnido, atravesándolo y clavándose en el suelo detrás. El Canskat emitió un chillido antes de desplomarse, muerto.


La Tecno-Mancer caminó lentamente hacia la cápsula dorada, con su guadaña aún goteando con el aceite y fluidos de la máquina que había destruido. "Masedios, revisa el perímetro. Protocolo de escaneo. Cubre un radio de 50 metros."


Masedios obedeció sin titubear, escaneando el entorno en busca de cualquier posible amenaza restante.


La Tecno-Mancer colocó sus dedos sobre la superficie fría de la cápsula, sus sensores analizaban el metal con delicadeza. "Aquí está, un fragmento... no todo, pero suficiente. La máquina de la divinidad está cerca."


La Tecno-Mancer recibió la alerta de que otros cuatro Canskat se aproximaban. Entre ellos, un Sakarvitz, especializado en el uso de armas encantadas con esencia. Su armadura brillaba con un fulgor pálido, y en sus manos llevaba un hacha y una maza que chisporroteaban con energía mística. Junto a él, dos Harbraks más y un último Canskat técnico, que avanzaba decidido a robar la cápsula que la Tecno acababa de recuperar.


“Masedios, protocolo de destrucción total,” ordenó la Tecno-Mancer.


El pecho de Masedios se abrió lentamente, revelando una batería de micromisiles, disparando un tercio de ellos. La atmósfera se cargó de tensión, pero antes de que los proyectiles impactaran, el Sakarvitz alzó sus armas al aire y, con un conjuro rápido, desató una descarga que desintegró los misiles en pleno vuelo. Una ráfaga de viento místico azotó el campo de batalla, dispersando fragmentos metálicos y chispas por todos lados.


“Esencia... Encantamientos…” Susurró la Tecno-Mancer, analizando la técnica de su enemigo. Había más de lo que parecía. Sus ojos brillaron. “El Conocimiento debe aumentar.”


Sin perder un instante, le dio nuevas órdenes a Masedios: “Combate cercano. No lo pulverices, mantenlo a tu nivel y erradica sin daños mayores en su tecnología,” dijo, enfocándose en el Sakarvitz. “Eterno, ¿puedes encargarte de los Harbraks?” Preguntó sin dudar.


El Eterno Metálico giró su cabeza hacia ella, viendo la luz de sus ojos brillando con un destello rojizo de determinación.


“Nunca dudes de un Eterno, Tecno.”


Con esa frase, el Eterno se lanzó al combate. Su cañón de rieles se disparó con precisión milimétrica, desgarrando el aire en un relámpago sónico. El disparo impactó en uno de los Harbraks, destrozando su armadura externa y haciéndolo tambalearse, pero aún no caía. El Eterno alternaba entre su cañón Modelo H-7X "Arconte”, y su Espada de Energía Modelo E-9X, una hoja afilada con un campo de energía envolvente que cortaba la atmósfera con cada balanceo. Un segundo Harbrak se abalanzó sobre él con una lanza de filo pesado, pero el Eterno lo interceptó con su espada en un movimiento rápido y preciso. Las armas chocaron en una explosión de chispas, con la potencia de ambos contendientes casi igualada.


Mientras tanto, el Sakarvitz intercambiaba golpes devastadores con Masedios. Cada golpe del hacha y la maza dejaba un rastro de chispas y ondas de choque, pero Masedios resistía con su escudo cinético, bloqueando el poder brutal del Sakarvitz y respondiendo con puñetazos de metal que hacían temblar el suelo. Ambos titanes estaban a la par, golpeando y esquivando en una danza mortal de metal y esencia.


La Tecno-Mancer observaba la batalla con una mente calculadora y fría, pero algo llamó su atención. Bajó la mirada y vio los cuerpos caídos de las Doncellas del Engranaje, sus fieles guerreras que habían sido inutilizadas al inicio del combate. Su decisión fue inmediata. Con la cápsula aún en sus manos, se agachó, colocándola cuidadosamente a su lado en el suelo, y extendió ambas manos hacia las Doncellas caídas.


“Levántense,” dijo con una voz solemne, casi ceremonial. “Las Doncellas del Engranaje, hijas de metal y fuego, perpetuas en su servicio, eternas en su determinación. La máquina no muere.’


Una vibración recorrió los cuerpos metálicos de las Doncellas, sus circuitos chisporrotearon y sus partes dañadas comenzaron a regenerarse soltando brillos verdosos, la energía de la Tecno estaba fluyendo en ellas como un torrente. Con un chasquido, ambas se levantaron al unísono, con sus garras retráctiles una vez más afiladas y brillantes.


Sin perder tiempo, las Doncellas se lanzaron al combate, al llegar una de ellas comenzó desgarrando el abdomen de un Harbrak con una fuerza brutal que desmentía su pequeño tamaño. La sangre orgánica se mezclaba con el metal destruido, y el Harbrak emitió un alarido antes de ser brutalmente cortado en dos. Las garras de la Doncella perforaron su armadura y, con un movimiento fluido, desgarró su cuerpo, esparciendo sangre y circuitos por el suelo.


“Masedios, aumenta la presión,” ordenó la Tecno-Mancer, observando de cerca la batalla entre su guerrero y el Sakarvitz. Masedios obedeció, lanzando un gancho mecánico que impactó en el pecho del Sakarvitz, haciéndolo retroceder unos metros. Sin embargo, el Sakarvitz levantó su hacha y la estrelló contra el suelo, generando una onda de choque que casi desestabilizó a Masedios.


El Eterno seguía luchando con los Harbraks restantes, pero la situación se complicaba. A pesar de su habilidad con la espada y el cañón, los Harbraks eran persistentes y dos más se habían unido al combate, rodeándolo y obligándolo a defenderse por todos lados. Aún así, el Eterno mantenía su postura, intercambiando rápidos cortes y disparos precisos, pero comenzaba a tener problemas para contener a tantos enemigos a la vez.


‘¡Doncellas, al Eterno!” Ordenó la Tecno-Mancer, sin desviar la mirada del combate principal.


Las Doncellas se movieron con velocidad, lanzándose al ataque contra los Harbraks que asediaban al Eterno. Una de ellas perforó el torso de una Harbrak con sus garras, levantándola del suelo antes de estrellarla contra la pared cercana de un edificio derruido con una fuerza descomunal, haciéndola atravesar la pared metálica, dejándola en el suelo donde su cuerpo se retorció antes de apagarse por completo.


Mientras tanto, la Tecno-Mancer concentraba su atención en la cápsula dorada. Necesitaba acceder al fragmento de los datos antes de que los Canskat lograran robarlo. Sus dedos comenzaron a moverse con rapidez, introduciendo códigos y manipulando los sellos de seguridad.

Pero el Canskat técnico no estaba dispuesto a ceder. Se acercaba, preparando un dispositivo para intentar forzar el acceso a la cápsula mientras el Sakarvitz mantenía ocupados a Masedios.


La Tecno-Mancer estaba agachada en el suelo, concentrada en abrir la cápsula con movimientos precisos de sus dedos, cuando sintió el impacto de un martillo de energía en su espalda. El golpe, potente y contundente, apenas la movió, su estructura mecánica amortiguó la mayoría del daño. Se levantó lentamente, girándose hacia el pequeño Canskat técnico que la había atacado. Sus ojos, brillando con un resplandor lima peligroso, enfocaron al enemigo. Sin decir una palabra más, disparó un rayo láser directo de sus ojos, que atravesó la armadura externa del Canskat y lo derribó en el acto.


“La grandeza de la máquina es algo que jamás entenderás, Canskat. Tu especie está condenada por su fragilidad orgánica, pero nosotros… nosotros somos perpetuos,” dijo. El Canskat, ya inmóvil, no tuvo oportunidad de replicar.


Mientras tanto, Masedios estaba recibiendo serios daños en su armadura y sistemas internos. Los impactos de los golpes del Sakarvitz habían dejado marcas profundas en su estructura, con algunas piezas colgando ya flojas, y chispas saltando de las grietas. Cada ataque del Sakarvitz era más agresivo que el anterior, y Masedios comenzaba a tambalearse. El Eterno Metálico no estaba en mejor situación: su armadura mostraba múltiples perforaciones de los disparos y ataques de los Harbraks. Sangre metálica y fluidos cibernéticos goteaban desde su costado izquierdo, pero aún así, seguía luchando.


Sin embargo, las Doncellas del Engranaje se lanzaron con ferocidad hacia los dos Harbraks restantes. Una de ellas se abalanzó sobre un Harbrak y lo desgarró, mientras que la otra destrozaba a su enemigo con una fuerza devastadora a base de acuchilladas. Los cuerpos de los Harbraks cayeron al suelo, inertes, mientras las Doncellas se volteaban hacia el Sakarvitz.


Una de las Doncellas, con una agilidad impresionante, logró subir por la espalda del Sakarvitz. Sus garras se clavaron profundamente en la armadura del gigante de seis metros, escalando hasta su cuello. Masedios fue empujado hacia atrás en ese momento, con su estructura vibrando por la fuerza del impacto, incapaz de mantenerse en pie. Pero la Doncella del Engranaje aprovechó la oportunidad. Con una precisión mortal, hundió sus garras en el cuello del Sakarvitz, cortando cables y destruyendo mecanismos vitales de la armadura, hasta que, con un giro violento, separó su cabeza del cuerpo. La masiva figura del Sakarvitz cayó al suelo con un ruido sordo, finalmente derrotado.


La Tecno-Mancer, viendo que la batalla había concluido, se acercó a Masedios y al Eterno Metálico. Su mente ya estaba enfocada en los próximos pasos.


“Reporte de daños, ahora,” ordenó.


El Eterno fue el primero en responder:

“Armadura externa perforada en seis puntos principales. Sistemas de energía al 47%. Sangrado interno de fluidos controlado. Brazo izquierdo parcialmente inhabilitado. Capacidad de combate reducida al 65%.”


Luego, Masedios dio su propio reporte:

“Escudo cinético destruido. Daños significativos en el torso y extremidades inferiores. Sistema de propulsión afectado. Sistemas de combate a distancia fuera de línea. Capacidad de combate al 50%.”


La Tecno-Mancer asintió, procesando la información rápidamente.


“Ambos han cumplido sus funciones adecuadamente. Doncellas, excelente rendimiento. Ahora, preparen posiciones para extracción,” ordenó mientras se levantaba.


Activó su comunicación interna y estableció contacto con el Monitum Vigilantia. La señal tardó unos segundos en estabilizarse antes de que una voz autoritaria respondiera.

“Tecno-Mancer, reporte su estado.’

“La misión ha sido un éxito. Iniciamos extracción inmediata. Conéctenme con el Aeronova Vigilis,” dijo con tono neutral, sin mostrar emoción por la victoria.


Tras unos segundos, la conexión con el Aeronova Vigilis se estableció. La imagen del alto mando de los Heraldos del Aeronova apareció frente a la Tecno-Mancer dentro de su mente, rodeado de pantallas y hologramas tácticos.


“Misión completada. El fragmento ha sido recuperado con éxito. Requiero una nave de extracción para la unidad. Pérdidas mínimas. Enviad refuerzos si consideráis necesario,” dijo.


“Bien hecho, Tecno-Mancer. Enviaremos una nave de extracción de inmediato. Manténganse en posición,” respondió un comandante del Aeronova con una leve inclinación de cabeza, mostrando respeto por la eficiencia de la unidad.


La Tecno-Mancer cortó la comunicación y miró la cápsula dorada que había dejado en el suelo. Con un análisis rápido, comenzó a desbloquear las últimas barreras de seguridad. Sus dedos danzaron sobre el panel con una precisión casi artística, desentrañando los códigos que protegían su contenido. El mecanismo se abrió con un suave clic, revelando lo que había en su interior.


Dentro de la cápsula dorada descansaba un núcleo de datos cristalino, brillante y multifacético. La Tecno-Mancer lo levantó con cuidado, observando su estructura.


‘Este es el conocimiento que buscamos. Los secretos de una tecnología perdida… La clave para nuestro avance. El Conocimiento nunca cesa de expandirse, y nosotros debemos ser su canal eterno.”



POR TÁNATOS


El planeta Vortaresis, antaño una joya oscura en el imperio de los Hijos de Tánatos, estaba al borde del colapso. Lo que una vez fue un bastión invulnerable de su poder se encontraba ahora sumido en la agonía bajo el imparable avance de la Marea Negra, la abominación devoradora de mundos. Este hongo no respetaba la carne ni el metal, solo consumía, se multiplicaba y expandía. Los paisajes antes coronados por los colosales bastiones de guerra se habían convertido en un cementerio de armaduras retorcidas y estructuras destrozadas, cubiertas por la infección pútrida que avanzaba sin descanso.


El propio Damocles, el Señor Supremo de los Hijos de Tánatos, se encontraba en la superficie del planeta, comandando las últimas defensas. Su figura majestuosa y envuelta en un aura de muerte proyectaba una voluntad implacable. Sin embargo, incluso su presencia parecía insuficiente ante el maremoto fúngico que engullía Vortaresis.


Pero esta historia no es sobre Damocles. No es sobre el invencible señor de la guerra, ni sobre el destino de todo el planeta. Esta historia pertenece a un escuadrón de guerreros en las fronteras olvidadas, luchando una batalla que se hundía en la oscuridad del olvido.


En lo alto de un edificio, un grupo de doce portadores de la Armadura Vortarian defendía su posición. La armadura, de 4.5 metros de altura, negra como la noche y decorada con runas moradas que vibraban con energía maldita, hacía de estos guerreros una visión de pesadilla. El destello de los LNT-2, lanzagranadas adaptados adheridos a sus enormes marcos, iluminaba el entorno con destellos de destrucción violeta. Las explosiones resultantes arrasaban a los infectados terrestres de la Marea Negra que intentaban asaltar la estructura.


Entre ellos, se encontraba la líder del escuadrón, Capitana Syrah Voradris. Su rostro, oculto tras el casco cubierto de símbolos de Tánatos, mantenía una expresión tensa y feroz. Era una veterana, conocida por su capacidad para mantener la calma incluso en los peores momentos. Y este, sin duda, era uno de ellos.


"Mantengan la línea, no dejen que alcancen los muros." La voz autoritaria de Syrah sonaba a través del canal de comunicación del equipo, amplificada por los sistemas de su armadura. Los LNT-2 rugieron en respuesta, lanzando proyectiles que detonaron rompiendo a los infectados en pedazos, esparciendo esporas humeantes.


A su lado, Valtek, uno de los Vortarian, dirigía sus dos cañones de plasma montados en los hombros hacia el cielo, donde los infectados aéreos de Fase 2, deformes y alados, descendían en picado. Los proyectiles de plasma azul cruzaban el aire, desintegrando a las criaturas antes de que pudieran acercarse.


"Fase 2 en retirada," informó Valtek, pero antes de que las palabras abandonaran su boca, el suelo bajo ellos comenzó a temblar.


Harek, el vigía del grupo, giró su visor hacia la distancia. Sus sistemas ópticos escanearon el terreno devastado debajo de la torre.


"¡Tenemos compañía! ¡Fase 6 Ruina, aproximándose!" Gritó Harek, con su voz temblando por primera vez en años. Las imágenes que comenzaron a proyectarse en el visor de Syrah no dejaban lugar a dudas. Bestias negras, deformes, con cuerpos plagados de tumores fúngicos y extremidades extendidas, se acercaban rápidamente. Su piel viscosa rezumaba toxinas, y sus bocas repletas de espinas rechinaban mientras se abrían camino entre las ruinas.


Los Fase 6, también conocidos como los Ruina, eran los cazadores más letales de la Marea Negra. Creaciones especializadas, enviadas solo cuando la Marea consideraba una amenaza demasiado significativa como para dejarla sin atender. Y ahora eran ese objetivo.


"¡Carguen todo lo que tienen! ¡Esos bastardos vienen por nosotros!" Ordenó Syrah mientras las criaturas emergían en el horizonte. Los LNT-2 comenzaron a disparar nuevamente, sus explosiones sacudían la estructura, pero los Ruina seguían avanzando, inmutables.


El primero de ellos llegó al pie del edificio. Con un rugido gutural, la bestia trepó por los muros con una velocidad y agilidad antinaturales. Las granadas y el plasma apenas parecían detenerla.


"¡Fuego de contención!" Ordenó Syrah mientras lanzaba una ráfaga de fuego de su lanzallamas, pero los Ruina eran inmunes al dolor. Azura, otro de los Vortarian, gritó mientras uno de los Ruina saltaba hacia ella, cortando su armadura con sus garras fúngicas. Con un grito desgarrador, la bestia destrozó sus circuitos vitales.


"¡Azura ha caído!" Anunció Valtek con una voz cargada de furia.


El pánico comenzaba a tomar al escuadrón mientras los Ruina subían con más rapidez. Kaelin, el Vortarian más cercano a la caída de Azura, activó su reactor central en un último acto desesperado.


"Por Tánatos…" fue lo último que dijo antes de detonarlo. La explosión fue colosal, incinerando a varios Ruina, pero el impacto fue tal que Syrah fue lanzada desde la azotea de la estructura. 


Las advertencias rojas de su armadura inundaron su visor:


ALERTA: CAÍDA INMINENTE. VELOCIDAD LETAL DETECTADA. SISTEMAS DE IMPACTO ACTIVADOS.


"¡Maldición!" gruñó Syrah mientras caía en picada, su IA interna, Thanis, intentaba recalibrar los sistemas para mitigar el daño.


"Activando impulsores laterales…" La voz de la IA sonaba tranquila, casi indiferente ante la situación crítica.


El impacto fue brutal. Syrah sintió cómo el mundo se oscurecía por un segundo mientras caía de espaldas al suelo destrozado del planeta, quedando inconsciente. 


"Letanía de lealtad a Tánatos, recitación iniciada..."


Las palabras reverberaban dentro de su casco, frías.


"Mi vida es sacrificio. Mi cuerpo es templo de muerte. Mi lealtad eterna. El enemigo se pudrirá ante nuestra furia, como el polvo ante la tormenta..."


Lentamente, Syrah comenzó a recuperar el control de su cuerpo. Sus dedos, aún temblorosos, encontraron los controles dentro de la cabina de su armadura. Activó los sistemas de energía y sintió cómo los engranajes chirriaban cuando la maquinaria colosal comenzaba a responder a su voluntad.


"Thanis… reporte de estado," —murmuró, con la voz aún ronca por el impacto.


"Sistemas operativos al 67%. Daño estructural en el sector dorsal y superior izquierdo. Reactor estable. Armas primarias: LNT-2, operativo; cañón de plasma derecho, operativo; cañón de plasma izquierdo, destruido," respondió Thanis.


Syrah se levantó, activando los mecanismos de la armadura con palancas y botones, mientras los pistones del traje expulsaban vapor con cada movimiento. Al alzar la vista, vio la cúspide del edificio desde donde había caído. Sus compañeros Vortarian aún luchaban ferozmente contra los infectados que seguían trepando por la estructura.


Antes de que pudiera hacer algo más, una sombra masiva cruzó su visión. Desde lo alto de un edificio cercano, una criatura oscura, enorme y deformada envuelta en una melena rojiza, saltó hacia el edificio donde luchaban sus camaradas. Syrah frunció el ceño detrás de su visor. Esa abominación no era reconocible dentro de las fases de la Marea Negra que había estudiado. Era algo nuevo, una deformación desconocida.


"Thanis, ¿qué demonios es eso?"


"Fase no identificada. Registros incompletos de esa mutación específica del Piunax Nixpeia," respondió la IA.


Syrah maldijo por lo bajo. Sus dedos se movieron con rapidez hacia el sistema de comunicaciones, intentando contactar con el mando central para solicitar asistencia o información, pero la respuesta fue inmediata.


"Comunicaciones bloqueadas. El Piunax Nixpeia ha interceptado todas las frecuencias conocidas," informó Thanis.


"Por supuesto que lo han hecho," gruñó Syrah. Estaba sola.


"Recomendación táctica: retirada a sector menos comprometido, sector Alfa de evacuación, rumbo actual sureste, a 1,483 metros. Mínima presencia Piunax detectada," respondió la IA.


Syrah asintió, activando los motores de la armadura. Las inmensas piernas comenzaron a moverse con pesadez, pisoteando los restos de la batalla. El paisaje que la rodeaba era dantesco. Edificios coronados con torres torcidas y cubiertos de detalles púrpuras, se erguían como mausoleos gigantescos en un cementerio en llamas. Estatuas doradas de Tánatos y su campeón Damocles adornaban cada plaza, observando impasibles el derramamiento de sangre y la inminente caída del planeta. La sociedad militarizada de los Hijos de Tánatos estaba construida sobre la glorificación de la guerra, y ahora esa guerra amenazaba con consumirlos a todos.


El suelo vibraba bajo sus pies mientras avanzaba. La noche, oscura y violenta, estaba infestada de enjambres de Fase 1, pequeños y veloces, que corrían en todas direcciones. Estos infectados, con sus cuerpos deformes, apenas llegaban a las rodillas de su Vortarian, y podían ser eliminados fácilmente con un disparo.


Syrah levantó su lanzagranadas Nocturno, disparando un proyectil contra un grupo de Fase 1 que se agolpaban en las sombras. La explosión los desintegró en una nube de sangre y esporas.


"Objetivos eliminados," anunció Thanis.


Pero mientras avanzaba, el sonido gutural y enfermizo de algo moviéndose a toda velocidad en el suelo llamó su atención. Syrah giró rápidamente, sólo para ver un enjambre de Fase 1 arremetiendo hacia ella desde las sombras. Como si fueran una marea negra viviente, comenzaron a escalar su armadura, trepando por sus piernas y brazos. Eran rápidos, decenas de ellos, sus garras rasgaban el metal y sus bocas fúngicas masticaban a través de los circuitos vitales.


"¡Mierda!" Gruñó Syrah, activando sus lanzallamas. Las llamaradas incineraron a muchos de los infectados en cuestión de segundos, pero aún así algunos seguían avanzando, evadiendo las llamas o absorbiendo el fuego con sus cuerpos abotargados de toxinas. Comenzaron a desgarrar el blindaje de su hombro, y con un chasquido seco y agudo, uno de los Fase 1 mordió a través de los cables, destruyendo el último de sus cañones de plasma.


"Advertencia: cañón de plasma derecho desactivado. Integridad de la armadura en el 45%," reportó Thanis.


Syrah luchaba por mantener el control mientras los Fase 1 seguían trepando y desgarrando. Cada golpe que daba con su puño metálico aplastaba a varios de los infectados, pero ellos eran demasiados. Comenzaron a cubrir su visor, bloqueando su visión con sus cuerpos pútridos.


De repente, se escuchó el eco de disparos lejanos. A través del enjambre de criaturas, Syrah vislumbró destellos de luz en el horizonte. Los Fase 1 comenzaron a caer de su armadura, destrozados por los rayos de energía que surgían de la oscuridad. Finalmente, un grupo de cinco figuras emergió de las sombras, disparando sin cesar con sus fusiles "Oscuridad Eterna". Eran soldados de infantería Anarqar, la infantería ligera de los Hijos de Tánatos, vestidos con armaduras más modestas en comparación con los Vortarian, pero letales en combate.


"¡Por Tánatos!" gritaron mientras continuaban disparando, eliminando a los infectados que quedaban trepados en la armadura de Syrah.


Cuando la última de las criaturas cayó, los cinco soldados se acercaron rápidamente a Syrah, con sus ojos brillando con reverencia bajo sus cascos. Uno de ellos, un oficial de rango menor, dio un paso adelante, arrodillándose en sumisión.


"Es un honor presenciar a una portadora de la Armadura Vortarian. ¡Nos inclinamos ante tu poder y gloria, capitana!" Dijo, su voz era temblorosa de respeto.


La capitana Syrah, aún con el sudor frío recorriendo su espalda dentro del sellado metálico de su armadura Vortarian, observa con rapidez los restos chamuscados de los Fase 1 que yacen desintegrados alrededor. Sin perder tiempo, gira hacia el grupo de soldados Anarqar, quienes aún la miran con admiración reverencial.


"Levántense," ordenó. "El honor no tiene lugar aquí, solo la muerte. Prepárense. La batalla aún no ha terminado." Los soldados se levantaron de inmediato.


“Capitana, ¿cuáles son sus órdenes?” Pregunta uno de los soldados, su voz suena amortiguada por el comunicador interno del casco.


“Vamos hacia el Sector Alfa. Está a poco más de un kilómetro al este. Menos comprometido que esta maldita carnicería. No tenemos tiempo que perder. Síganme.” Responde Syrah, los soldados de infantería Anarqar la siguen con paso decidido, sus rifles listos y cargados.


Uno de los soldados, el más joven del grupo, se atreve a romper el silencio.


“Capitana…” su voz titubea, como si no supiera cómo abordar a alguien de su rango. ¿Qué se siente pilotar una de esas armaduras? Siempre he escuchado historias de lo que se necesita para llegar ahí… pero verlo en persona es otra cosa.

Syrah suelta una risa seca dentro de su casco, aunque no se refleja en su voz.


“No es como en las historias que te cuentan, soldado. Es peor. La armadura… te destroza, pero te hace más fuerte. Tienes que aprender a soportar el dolor. Mi rango…” Pausa un momento, recordando la brutalidad de los entrenamientos y los sacrificios personales, “me costó más de lo que cualquier historia te podría contar. Varios de los míos no llegaron a donde estoy. Caer es parte del proceso, solo que algunos no se levantan.”


“¿Caer?” pregunta otro soldado con cautela. “¿Cómo lo logró, entonces?”


“Con sangre, sudor y cenizas,” responde Syrah, mientras sigue caminando. “No hay otra forma de sobrevivir. La armadura no es una maldita bendición, te marca. Todo es sacrificio. Pero si algo aprendí, es que nunca dejas que te consuma. Mantienes el control, o dejas que te destroce. Es simple.”


Los soldados intercambiaron miradas. Uno de ellos tragó saliva con fuerza antes de hablar, mirando hacia el horizonte lleno de ruinas.


“Nos dijeron que estamos enfrentando demonios,” dice. “Los mismos monstruos del abismo de siempre, las criaturas del caos. ¿Es cierto?”


Syrah se detiene por un segundo, haciendo que el resto del escuadrón también frene. La armadura se sacude mientras ella gira la cabeza, sus ojos bajo el casco ocultos, pero su voz es lo suficientemente fría como para congelar la atmósfera.


“¿Demonios? No, no es tan simple,” responde con dureza. “Los demonios son caos, estúpidos, predecibles. El Piunax Nixpeia no es así. Es calculador, imparable. No se trata de un enemigo que puedas vencer en una batalla limpia. Esta cosa es una maldita plaga viviente, una Marea Negra. Cuando lo ves por primera vez, piensas que puedes destruirlo… pero nunca deja de adaptarse. Te devora y se convierte en algo peor.”


El más veterano del grupo, una figura robusta con cicatrices visibles incluso bajo el casco, interviene con voz grave.


“Entonces… ¿no hay manera de detenerlo? ¿Estamos condenados?”


“No estamos aquí para detenerlo,” Syrah responde con brusquedad, avanzando nuevamente. “No hoy. Hoy sobrevivimos. Y si quieren seguir respirando, lo mejor es que me sigan y lleguemos al sector de evacuación antes de que esa cosa los devore, literalmente.”


Los edificios colosales, antes majestuosos y llenos de vida, ahora son esqueletos de metal y piedra, sus fachadas decoradas con estatuas caídas y arcos góticos fracturados por explosiones. Algunos de los grandes ventanales de catedrales y torres antiguas están rotos, el vidrio manchado de hollín y sangre, mientras el eco de disparos lejanos y rugidos inhumanos retumba entre los callejones oscuros. 


El único resplandor venía de los incendios en  los restos de vehículos destruidos y cuerpos carbonizados en las calles, iluminando las sombras que parecían cobrar vida con cada paso.


A su alrededor, los cinco soldados la seguían de cerca, con sus miradas fijas en cada rincón, y en cada pila de escombros, temiendo que el enemigo esté al acecho. 


Pasaron junto a vehículos militares destrozados, tanques volcados con sus torretas arrancadas, y camiones convertidos en chatarra, cubiertos por cadáveres de soldados, algunos de su raza y otros, infectados del Piunax, grotescamente transformados en monstruos de pesadilla. Las figuras mutiladas de estos infectados estaban esparcidas por la calle, con extremidades estiradas de manera antinatural, con rostros desfigurados y bocas abiertas en un grito que nunca se detuvo. 


Algunos, aún clavados en los vehículos o atrapados bajo escombros, parecían haber sido congelados en el momento de su transformación. Los disparos de las batallas en el cielo, donde las naves aún luchan por la supremacía del espacio aéreo, eran el único signo de que la guerra continuaba más allá de estas calles desiertas.


Mientras caminaban, otro soldado, más joven y claramente nervioso, se atrevió a preguntar.


“¿Cómo… cómo sabe tanto sobre ellos, capitana?” Titubeó. “El Piunax… ¿ha peleado antes contra ellos?”


Syrah suspiró, recordando las masacres que presenció, los mundos que el Piunax devoró mientras ella estaba estacionada en otros sectores. Escenas de cuerpos retorcidos, sus compañeros siendo infectados y transformados en bestias, todo invadió su mente.


“Porque lo he visto de cerca. He visto cómo se comen mundos. No lo entienden. No es algo con lo que puedas razonar. Esta cosa no tiene hambre, no tiene ambición. Es solo destrucción, pura y simple...”


El joven soldado ajustó su fusil. Siguieron avanzando entre los restos de la ciudad, cruzando sobre cascotes de edificios colapsados. 


A lo lejos, se oían más disparos, pero también algo más, un sonido que el viento traía consigo. Un zumbido bajo, extraño, pero orgánico. Algo que provenía de las sombras profundas de las ruinas. 


Syrah frunció el ceño bajo su casco, apurando el paso.


“Capitana…” Empezó a decir uno de los soldados, mirando alrededor. “¿Escucha eso?”


Syrah se detuvo, los sensores en su armadura parpadearon mientras el visor buscaba identificar la fuente del ruido. No era un sonido normal. Era el sonido de algo que no pertenecía a este mundo. 


Algo se aproxima. “Sí, lo escucho,” murmuró Syrah. “Y eso significa que no estamos solos.”


“¡Pónganse detrás de mí!” Ordenó Syrah, con sus ojos fijos en el horizonte. Con un movimiento ajustó su lanza-granadas a máxima potencia y preparó los lanzallamas de su armadura. Su visor parpadeó mientras los sensores de su Vortarian analizaban el entorno, buscando cualquier amenaza oculta entre los escombros.


El zumbido se convirtió en un grito desgarrador, un rugido bestial que parecía salir de las profundidades de la tierra. Pero no venía del frente, sino de detrás de ellos. El pánico se apoderó por un momento del grupo mientras giraban sus cuerpos al unísono, con sus armas levantadas.


Entonces lo ven.


Emergiendo de la oscuridad de un edificio derrumbado, una abominación cuadrúpeda, más grande que la misma armadura Vortarian de Syrah, corrió hacia ellos con una velocidad y ferocidad imposibles. Su cuerpo estaba cubierto de un exoesqueleto negro azabache, retorcido por el Piunax, pero lo que llamaba más la atención es su enorme cabeza, coronada por una melena carmesí brillante. Sus ojos eran vacíos, pero llenos de un hambre insaciable. 


El infectado rugió de nuevo, revelando una enorme cantidad de colmillos afilados como espadas, se abalanzó de un salto, y una de sus enormes manos descendió sobre el grupo.


El soldado más joven, que apenas había tenido tiempo de reaccionar, fue aplastado como un insecto bajo la mano de la bestia. La sangre salpicó, cubriendo los cascos de sus compañeros.


“¡No!” Gritó uno de los soldados, abriendo fuego contra la criatura con todas sus fuerzas. Los demás le siguieron, disparando sus rifles, pero resultaron casi ineficaces contra el grueso caparazón de la abominación.


El infectado, sin inmutarse, saltó y atrapó a uno de los soldados y con un movimiento brusco, lo devoró de un solo bocado, triturando los huesos y carne mientras los gritos de agonía se apagaban instantáneamente. Los otros tres soldados intentan retroceder, pero el monstruo era demasiado rápido, derribando a otro y desgarrándolo.


Syrah, viendo cómo sus hombres caen uno tras otro, no pierde el control. Con un rugido de rabia, disparó una granada directa al brazo derecho de la criatura. La explosión es ensordecedora, y el brazo de la abominación explota en una nube de sangre y carne infectada. El monstruo emite un chillido espeluznante mientras su extremidad mutilada caía al suelo.


La IA de la armadura de Syrah comienza a hablar frenéticamente, con una alerta que capta su atención.


“ADN identificado: Hijos de Tánatos.” La voz sintética de la IA resuena en sus oídos.


“¿Qué?” Syrah no puede creer lo que escucha. Su propia raza, habían sido utilizados como base para esa abominación. El Piunax había infectado y creado algo peor, algo que jamás deberían haber permitido existir.


Pero la criatura no había terminado. A pesar de la pérdida de su brazo, aún tiene uno más. Con un rugido furioso, el infectado se lanzó hacia Syrah con una velocidad impensada para su tamaño. Antes de que pudiera reaccionar, la enorme mano de la abominación impactó contra su armadura, derribándola al suelo. Tan fuerte que el mundo a su alrededor se volvió borroso por un momento.


“¡Maldito!” Gritó, intentando levantarse, pero el monstruo estaba sobre ella. Con su garra restante, agarró el brazo derecho de la armadura Vortarian y lo destrozó, arrancando cables y placas de metal como si fueran de papel.


El dolor recorrió su cuerpo mientras sentía la presión aplastante de las patas de la criatura, que se plantaron sobre el torso inferior y las piernas de su armadura, inmovilizándola. La máquina crujió bajo el peso del monstruo. Syrah estaba atrapada. No puede moverse, no puede escapar.


Respiró con dificultad, sabiendo que su final está cerca.


“Autodestrucción activable en cualquier momento,” le recuerda la IA.


“Hazlo,” responde Syrah, con la voz más firme de lo que esperaba. “Activa el protocolo de autodestrucción.”


El reloj comienza a contar, cinco segundos.


El monstruo, con su cabeza grotesca, rompe la cabina de la armadura, revelando a Syrah bajo el casco agrietado. Por un breve segundo, los ojos de la bestia y los de la capitana se encuentran. Es como si la criatura, un reflejo distorsionado de su propia raza, pudiera sentir la intensidad de su odio, de su determinación.


Tres segundos.


El infectado abre la mandíbula, dispuesto a acabar con ella, pero Syrah no muestra miedo. En sus últimos momentos, mira a la abominación a los ojos.


“Por Tanatos...” Murmura.


Un segundo.